Viene de “‘Guanajuatenses pintorescos’, una crónica de Concepción Sámano (Parte I)”, en:
La escritora Concepción Sámano, nacida en el municipio de Jaral del Progreso, Guanajuato, desde Oregón, Estados Unidos, donde actualmente reside haciendo una importante labor de gestión comunitaria en pro de la cultura hispana residente allá, nos ha enviado esta crónica actualizada, entre chisme y literatura, como si develara así de nueva cuenta una obviedad por todos conocidos acá: lo pintorescos que podemos ser quienes habitamos esta laberíntica y medio loca ciudad de Guanajuato.
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Por aquellos tiempos, comíamos tacos con “doña Pelos” (nunca falte una en todo pueblo que se precie de ser tal) en El Campanero. Hervían las tripas en grandes charolas rectangulares por cuyas orillas se paseaban campantes los juanes, esos insectos cuyo nombre zoológico es “cucaracha alemana”, y que a nadie parecían repugnar. Las salsas lo valían y el precio más: matábamos el hambre con pocos pesos y quedaba un buen sabor de boca a fritanga y picante. Más allá en la plaza de San Fernando una menudería abría durante la madrugada. De semblante adusto y malhumorada siempre –ya por la edad y el cansancio, seguramente–, doña Lupe servía un menudo del que no recuerdo que fuera sabroso, pero sí que mataba el hambre trasnochada. Una mañana llegamos un grupo de amigos. María, siendo vegetariana, solo comió algunas tortillas con cilantro, cebolla y chile. Al final, doña Lupe le cobró los tres tacos que se había comido, cosa que indignó a María. Claro, a la señora le dejó sin pendiente la rabieta. Se dice que doña Lupe fue una mujer hermosa en sus tiempos y no hay razón alguna para dudarlo. Tengo la fortuna de contar entre mis amistades a una de sus nietas, quien es muy guapa y llena de energía: sin duda herencia de su abuela… o de su abuelo, el marido de doña Lupe quien, tiempo atrás, vendía antigüedades en las puertas de su casa, antes que la menudería existiera. Hombre de larga barba y adusto semblante, luchador social y renegado de quien no retengo el nombre.
Pero no todo eran cantinas y vagancias. Juan Ortega era abogado, sabía latín y griego, y era especialista en derecho agrario. Padecía diabetes y eso le complicaba caminar y ver con claridad, pero no le impedía estar criticando a toda la gente a la que –medio– veía pasar y a la que no, también. Pasaba sus días despotricando siempre contra todo y todos, esperando en la justicia (no sé cuál, porque en la divina no creía y en la humana, menos) que vendría un día a vengar a todos los desposeídos y burlados por los poderosos, y políticos. Lo que habría de decir ahora. Aunque también puso su granito de arena para hacer realidad esa venganza: durante toda su vida se negó a aceptar puestos en el gobierno y a ejercer en forma ambiciosa; más bien optó por ayudar a una cantidad ingente de campesinos que frecuentemente andaban en su compañía resolviendo asuntos de tierras, diligencias que le pagaban con guajolotes, maíz o invitándole a carnes asadas y fiestas en las rancherías, a las que alguna vez tuve la oportunidad de ir. Bien querido era Juan por toda aquella gente (de esa sí no hablaba mal, por cierto), con su bordón entre los tribunales y las bancas de todos los jardines y plazas, o en “El Pingüis”, atendido por el buen amigo Arturo, un antiguo café de estudiantes que se encontraba en la contra esquina del hotel Santa Fe, sobre el Jardín Unión, donde solían reunirse políticos y filósofos de café; malhumorado Juan ante el paso de gente a la que tijereaba, acompañado de José, su “escudero” que andaba a paso lento a su lado, llevando una bolsa de mandado con documentos.
Personaje de personajes: el “Jondias”. Alto y delgado, pero corpulento, desparpajado y con el pelo largo rodeando su lustrosa calva; de huaraches o de traje, o de túnica blanca y descalzo. Era peleonero. Estuvo preso por vender drogas (se dice que las seguía moviendo dentro de la cárcel). Cuando estaba cerca de terminar su condena, hubo una fuga de varios presos a la que lo invitaron, mas él se hizo el dormido para ignorarles y no perjudicarse. Al salir de la cárcel, se “regeneró” tornándose Hare Krishna. Vistiendo túnica, repartía frutas entre la gente del Jardín Unión mientras recitaba mantras. Pero cuando se le pasó el impulso regenerador volvió a las andadas, aunque conservó el vegetarianismo; así que cuando quería entrar a “El Incendio”, “Mocín” indicaba a sus ayudantes que empezaran a cocinar la carne que ya tenían preparada, para ahuyentarlo con el olor. Algún día sufrió un accidente o una enfermedad –quién sabe– que lo postró en la silla de ruedas que sostenía su enorme cuerpo por El Baratillo, bebiendo el jarro de atole o leche que algún piadoso vecino le regalara y esperando a que alguien le ofreciera otro tipo de bebidas. Proveniente de una familia acomodada, terminó sus días literalmente tirado sobre una banqueta en la Calle del Sol, viviendo de la caridad de sus antiguos amigos y los vecinos, sucio y abandonado.
Por los tiempos del “Jondias”, daba sus vueltas por el jardín otro personaje: el “niño Fidencio”, le llamaban. Hermano del “Mocín”, fumaba de idéntica manera a la de aquél, cargando un banquito en el que se subía toda vez que encontrara a alguien en el jardín para saludar y alardear de sus dotes de vidente: “Usted no está para saberlo ni yo para contarlo, pero yo tengo conocimiento de las artes oscuras”, decía. Mientras, por el otro lado del jardín, rondaba un personaje que padecía esquizofrenia y al que se podía ver hablando con su puño izquierdo, reclamándole las cosas que “hacía” y dándole de palmazos con la otra mano. Cuando la gente lo veía venir gritaban: “Aguas: ahí viene el loco”; y todavía los cuevanenses gritan la frase cuando se acerca alguien que no es precisamente un ejemplo de cordura. Por ahí mismo, bajo los laureles del Jardín Unión, resuenan hasta hoy las canciones de grupos norteños y mariachis, pero también de trovadores solitarios. Hasta hace unos años, un charrito de largos bigotes y noble expresión entonaba canciones rancheras mientras rasgaba una vieja y gastada guitarra. Voz ronca, ropa sencilla con costuras visibles a veces, ropa vieja y zapatos cascados. El Charrito, le decían, pero su nombre fue Luis Navarro Beltrán, a quien recordamos cariñosamente. No muy lejos, otro trovador de mirada triste, casi perdida, de quien nunca supe el nombre pero que tengo presente cantando “Gansito, gansito, gansito Marinela, gansito… recuérdame”. Seguramente no quería cantar, sino escapar de algún modo, hacia algún recuerdo, de esa realidad que claramente le lastimaba mientras tenía que procurarse el sustento, rasgando acordes en una desafinada guitarra.
Hay también los personajes pintorescos con aire de intelectuales; uno cómico y estrafalario, deambula por la ciudad desde hace décadas: un muchacho (ahora ya no tanto) delgado, de lentes y pelo parado, aunque corto; viste casi siempre shorts y sudadera complementando el atuendo con sandalias y calcetas de futbolista. Dicen mis amigos químicos que solía rondar por la facultad e incluso entraba a algunas clases sin ser estudiante, cargando libros que no leía, incluso mientras pedía dinero por las calles (“¿Tienes un peso que me regales?”, dice todavía). Aún se le ve frente a la deportiva pidiendo raite, para desaparecer por temporadas tras las cuales se le vuelve a ver por la ciudad.
Siendo esta una ciudad cervantina no puede faltar un caballero de triste figura. Ese es Mario. Para ganar algún dinero vende libros usados –muchos de su propia biblioteca y la de su hermana– de vez en cuando entre los asistentes a los cafés y bares; y desde hace muchos años ya se le ocurrió vestirse con un atuendo que evoca al Quijote, enmarcando su melancólica y dulce mirada, su figura delgada, su barba entrecana y las marcas que ya deja el paso del tiempo en su porte: un personaje que le viene a la medida. También a la medida resulta el disfraz de un señor que viene de fuera cada Cervantino para andar ataviado por las calles como un Miguel Hidalgo rebelde y contestatario, al que la policía se ha visto “forzada” a meter en la cárcel para acallarlo. Mario todavía anda por la plazuela de Los Ángeles tomándose fotos con los turistas. Pero en tiempos más recientes, un quijote bonachón y culto, siempre sonriente y de franca palabra, da funciones en los teatros o en la escuela de idiomas donde es también profesor, el querido Nacho Navarro.
El “Chino” fue un personaje dibujante de lo extraño que deambulaba por el Centro de la ciudad con una cobija al hombro y una bolsa de mandado o una mochila donde cargaba cuadernos, plumas y lápices con las que hacía dibujos mezclados con letras que solo él sabía lo qué significaban. Corpulento y tatuado, tenía una mirada dura y uno pensaría que cometió muchos crímenes o fue víctima de ellos alguna vez. No hay manera de saberlo: no hablaba mucho y, cuando lo hacía, no necesariamente acompañaba sus palabras de coherencia.
Ningún escritor en la calle, sin embargo, como el “Kalimán”. Lleva su pelo desordenado en juego con sus gruesas cejas. Su cuerpo frágil y su silueta oscura atraviesan las calles u ocupan el descanso de alguna puerta mientras garabatea en sus cuadernos. Es su escritura de singular carácter un misterio indescifrable. En su mirada hay la marca profunda que deja el pánico, la oscuridad estrecha de las calles y callejones en los que Guanajuato guarda su centenaria historia de mineros y locuras, de rebuscamientos morales y costumbristas que perfilan a sus habitantes y quienes no dejan de llegar.
Sigue tejiéndose la trama de Guanajuato, dejada atrás por el tiempo que la desconoce ante el perpetuo remozamiento que ahora la maquilla y la vuelve otra cada vez más, ya sin adoquines ni rocas que conserven las pisadas y ecos de las aquellos personajes, abarrotada de comerciantes de clichés para consumo de turistas que inundan incontenibles callejones y plazuelas donde, pese al bullicio, si se detiene uno a escuchar con atención, aún resuenan las charlas de viejos y las risas de niños jugando, las conversaciones de mujeres y los saludos a lo largo del día. Aún deambulan los fantasmas de los viejos que ya emprendieron el eterno viaje o de quienes partieron a otros lugares a encontrar un destino –conocidos unos, desconocidos los más–, para no volver.

La hermosa autora Concepción Sámano, feliz con su hijito, en 2016.
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“’Desexistencia’: 3 poemas de Concepción Sámano”
“Mi vida cotidiana y mi vida artística no están separadas”. Entrevista a Concepción Sámano, poeta y promotora cultural, con motivo de su visita a Guanajuato
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Concepción Sámano, poeta