Una de las poetas mujeres más queridas de nuestro estado de Guanajuato, dueña de una poesía de claroscuros que ha logrado, según me parece, su sólida madurez, con sus contrastes violentos entre una oscuridad aciaga que acaso rige la vida humana y que el mismo ser humano cree ver, por proyección psicológica, en la esencia de las relaciones de la naturaleza y el cosmos; a la que se opone férrea una esperanza, una necesidad de creer, así como los misterios del amor y la maternidad y esas promesas diarias que nos hacemos para sostenernos día a día como seres vital hasta posible, Concepción Sámano, llamada cariñosamente Conny por quienes tenemos la dicha de ser sus amigues, nos ofrece esta crónica. Se trata de una reescritura de un texto homónimo publicado dentro del número especial “El barrio en Guanajuato” de la revista cultural Anomalía, en su tomo impreso, en 2016, el cual se editó gracias al apoyo del Programa de Apoyos a las Culturas Municipales y Comunitarias (PACMYC), lo que permitió su financiación. Cabe señalar que, cuando Sámano habla de guanajuatenses, se refiere a habitantes de esta ciudad de Guanajuato específicamente. Debido a su extensión, ofrecemos la sabrosa narración en dos partes. Esperamos que el texto haga las deliciosas del lector, y que a través de él conozca, respecto de un tiempo histórico específico, algo más de ese carácter tragicómico que rodea la vida en esta ciudad y que tan bien representaran escritores como Jorge Ibargüengoitia.

La autora, en 2013
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He oído decir que Guanajuato el tiempo parece haberse detenido… No puede ser verdad. Esta ciudad ha sido testigo de incontables sucesos que han tenido lugar a lo largo de los siglos, desde los que contribuyeran a forjar nuestra Nación, hasta los que emanan de la cotidianeidad y construyen la vida a través de la práctica, el estudio, el oficio, el ejercicio de la profesión o, simplemente, dejándose ser, como personajes pintorescos que le dan sabor y hasta sentido a la convivencia comunitaria. Y es así que, tratándose del tiempo, para empezar, encontramos que los relojes en las torres de las iglesias de la capital del estado siguen andando y no parecen tener intensión de parar, desde que don José López los pusiera en marcha el siglo pasado, cuando don Chepito tenía su taller en la plaza de los Ángeles y corría a los chiquillos que jugaban fut en la explanada, aunque no dejaron de hacerlo hasta que se puso ahí la primera fuente.
A la vuelta de la relojería tenía su local el señor Jaramillo. Gracias a su oficio, los licenciados vestían traje, los descosidos zurcían sus calcetines y las señoras encontraban ayuda para los remiendos más complicados. La sastrería tenía un personaje más pintoresco, incluso, que el mismo propietario. Acompañaba al señor Jaramillo un enano que, se dice, formara parte del elenco del famoso circo Atayde y que, ya mayor y cansado, decidió abandonarlo en una de sus visitas a la capital y vivir en ella empleado como ayudante de sastre. Nadie sabía mucho de él y a la fecha ya casi nadie recuerda aquellos días. Un poco más hacia arriba, detrás de la Basílica, en la calle del Truco, ruleteaba “el Pataté”. Cuando alguien silbaba la tonadita de “lindo capullo de alelí”, el taxista sabía que la intensión no era la de entonar la popular canción, sino algo más como un recordatorio: “tatatatata Pataté”. Mientras, por ahí mismo, entre las coloniales calles, se veía pasar Beto propietario de “La Francesa”, quien durante muchos años llenó la calle de Alonso con el aroma cálido del pan recién horneado. El panadero ejercía por las mañanas y el resto del día preparaba unas gigantescas y deliciosas tortas que por lustros procuraron carbohidratos a los estudihambres, en tiempos todavía no muy lejanos. Los fines de semana, Beto se “cambiaba de nombre” en alguna de las cantinas del centro y andaba por esas calles caminando de lado, borracho como una cuba y hablando sandeces que no se entendían, sin reconocer a nadie. Ya el lunes, todo volvía a la normalidad y se le volvía a encontrar preparando tortas, circunspecto, como si nada hubiera pasado y como siguió siendo, hasta el final de sus días.
Como Beto, algunos de los visitantes de las cantinas suelen sobresalir entre los personajes de un pueblo. ¡Cuánto han contribuido las cantinas a dar fama a esta ciudad de hombres rudos y espíritus refinados, muy a pesar de las conciencias puritanas! ¡Ah, tantas cosas se viven en las madrugadas de Guanajuato! A esas horas, en las cantinas se encuentran muchos de los personajes más pintorescos. Como los que frecuentaban aquella que se hallaba en el Ágora del Baratillo y que un día se quemó; hubo de moverse a donde se encuentra actualmente y conservó su premonitorio nombre: “El Incendio”. “Mocín”, el dueño, hombre rudo de carácter agrio, caminaba nerviosamente de un lado a otro fumando sin parar, gustaba de mentarle la madre a sus clientes que pretendían “pescar” camarones en un caldo colorado y recalentado que, al final, era desplazado por la primera cerveza (y las que seguían). “A ver, a ver tú, rejijito de tu puta y cogida madre…”, imprecaba el Mocín a quien le causara alguna aversión o desorden en el local. Le gustaba echarse sus tragos, siempre cumpliendo una regla de oro prevaleciente entre los cantineros: no beber en su cantina.
Así, una de las últimas veces que le vi, andaba en compañía de Héctor (“el muerto Flores”), un entrañable maestro –para sus alumnos– que enseñó Filosofía en la Prepa Oficial durante varias generaciones. Héctor llegó del Defe durante la época de un célebre gobernador a formar filas para su partido y ya no se fue nunca. Hizo fama de carita y caradura a la vez. Durante sus últimos años, ya jubilado, se dedicó a convivir con sus exalumnas y las amiguitas de éstas, armando grandes reventones en su casa (tan bonita, idílica casita), provocando el escándalo de vecinos y otras gentes que lo acusaban de pervertido por andar rodeados de lobitas, como cariñosamente llamaba a las muchachas provenientes de los barrios cercanos, donde el mote de “lobo” es común. “Mocín” y Héctor eran amigos de muchos años; desde que este fuera el joven que aparece entre tantos otros personajes en el mural que aún hoy decora las paredes de la cantina, obra del maestro Villalpando, un señor chaparrito –pero correoso– y de un carácter muy afable y respetuoso que anda por ahí desapercibido en toda su sencillez, pintando murales (como el de “La vida sin ti”, la fonda-bar de Oliverio Macías, el poeta) y construyendo casas.
Mocín tenía un hijo, más gordo que él, “Reymundo”, y de mejor carácter, que heredó el oficio de su padre tras su muerte. Fue un camarada estimado por muchos. Era noble y siempre estuvo buscando la manera de bajar de peso que, muy probablemente adquiriera desde chavo, cuando su papá encargaba al “Simio” o al “Caballo” (los empleados de la cantina) una coca y un gansito para el muchacho, a quien ya de mayor vi muchas veces bajar de la panorámica en pants, sudoroso y cansado; y, aunque nunca logró ganarle al sobrepeso, nadie puede negar que lo intentó. Al final, los padecimientos le ganaron… “El Rey ha muerto – e oyó un día– viva el Rey”. “El Incendio” cerraba tarde aún después de que su dueño y muchos de los viejos de su generación –y la previa– se habían ido. De ahí, la fiesta seguía en “La Dama” (La Dama de las Camelias) que –como por error– es el único en el que todavía tocan son cubano. El propietario ha dejado de engalanar con sus trajes de pachuco y de pulir el piso de ajedrez con sus rítmicos bailes; pero desde los inicios hasta el pleno auge y al principio de su decadencia, el “Chato” siempre estuvo ahí compartiendo su carisma y buen humor, bailando con las mujeres y conversando amistosamente con los hombres, siempre sonriendo y contando el dinero que el éxito del lugar le dio durante algún tiempo (quizá a eso se debía la sonrisa indeleble). No hubo reportero o artista –bohemio, claro– que pasara por esta ciudad que no le conociera.
Cerrando su local, no quedaba otra manera de continuar la fiesta que dirigirse al barrio de Tepetapa haciendo tiempo, una media hora, pasando por el menudo o simplemente caminando por las adoquinadas calles, a que abrieran el “Aquí me quedo” (que alguna vez se llamara “Salsipuedes”), donde “Patita” el cantinero (una de sus piernas era más corta que la otra) preparaba sabrosas micheladas con jugo de jitomate para que nos repusiéramos de la desvelada y nos ayudaba a las mujeres a mantenernos respetables, asegurándose de que no nos ofendieran los mineros ni las prostitutas que lo frecuentaban. Muchos años de conocer a “Patita”, ya mayor, nos hicieron casi amigos.
Ahí mismo, en Tepetapa, barrio muy bonito y de tradición, poseedor de un puente monumental, tuvo lugar una historia, de esas increíbles, que no puede faltar en un anecdotario. Sentado en la larga banca de piedra que forma el muro del puente, el “Changuita”, chofer de los autobuses de la Universidad, despreocupado y entretenido, conversaba con los vecinos. Apenas se percató de un tipo que se acercó mientras sacaba un cuchillo y le decía: “Ora sí, cabrón… Orita vas a ver”. Asustado y temiendo que se tratara del esposo, novio o amante de la señora con la que tenía sus amoríos, ni tardo ni perezoso brincó el muro del puente, considerando que del otro lado encontraría el contrafuerte más cercano al extremo donde estaba sentado; pero le falló el cálculo y fue a dar hasta la calle de abajo, ¡algo así como cien metros al fondo! Sobrevivió. Pero no sin fracturarse ambas piernas y, aunque volvió a caminar, ya nunca fue el mismo y sus amoríos dejaron de rumorearse por el barrio.
Continua en:
“Guanajuatenses pintorescos”, una crónica de Concepción Sámano (Parte II)
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Concepción Sámano, poeta