La cita del lunes[1]
I
Me había citado a las nueve de la noche, y todo parecía estar bien. Incluso mi situación emocional y económica permitían que el reloj marchara tranquilamente. Él me había dicho al oído, casi susurrando, con su aliento húmedo y tibio, que la próxima noche que estuviéramos juntos el mundo se detendría al hacerme el amor, que cuando comenzara a recorrerme a lengüetazos el cielo se caería a pedazos, y que iba a bastar un solo suspiro cerca de mi sexo para que la tierra se partiera… Pero no estaba alterada por el momento tan esperado, y la angustia sólo me llegaba cuando tenía que elegir mi ropa interior, cuando tenía que seleccionar el color y el tamaño de la tanga, o el diseño (con encaje, con moño grande o pequeño, de media copa…) del brasier. Así que únicamente aguardaba la hora acordada, sí haciéndome vaporizaciones faciales, o mascarillas de miel con zanahoria, o untándome mezclas de huevo, aguacate y aceite de olivo en el cabello, o depilándome el vello púbico o el axilar, pero fuera de todo esto lo único que hacía era esperar la llegada de las nueve.
Cuando Pancho me dejó en la puerta del edificio, la madrugada pasada, me dijo apretándome levemente la nalga: el lunes nos vemos, muñeca. No supe qué contestarle en ese momento, pues se había repegado tanto a mi cuerpo que sentía su pene erecto entre mis piernas, y además apretaba tanto mis senos en su pecho fornido que me dejaba muda. Pero mis ojos le respondían mejor que mi boca, y él lo sabía ofreciéndome una bella sonrisa y un segundo apretón ahora con las dos manos sobre mis glúteos. Me iba soltando poco a poco cuando escuché, así como si viniera desde muy lejos, la hora exacta de nuestra cercana cita; pronunció la hora, me besó el cuello, a las nueve en punto, me besó el pecho, donde siempre, me olió el cabello. Te llevas tu tanguita color hueso ¾me dijo antes de marcharse¾; el brasier que sea el transparente, me encanta admirar así tus hermosos pezones café claro. Asentí un poco agitada, le besé los labios y el bigote tiernamente, lo abracé casi trepándome a su cuerpo. Le repetí la hora y el lugar de nuestra nueva cita, y corrí hacia las escaleras del edificio.
Hoy ya es lunes, y han tenido que pasar dos días enteros para ello, dos largos días en los que no he dejado de pensar en Pancho; en la situación de su otra vida, con su esposa y sus tres hijos, en su tan tardado divorcio, en sus salidas inesperadas, en sus condiciones amorosas, en sus limitaciones de horarios y lugares, en sus extrañas miradas cuando vamos juntos por la calle… Tal vez sí logren estos pensamientos colocarme un poco en el lado de la histeria, pero logro serenarme cuando pienso en las noches en que humedecemos, enteramente, la habitación donde explotamos juntos. Creo que todo lo desvanece la imagen de Pancho desnudo; todo lo oscuro se vuelve claro cuando siento que él se acerca, cuando presiento su aliento en mis senos y su carne entrar por mis puertas. Entonces ya nada importa, y echo el mundo debajo de la cama, y juro pues, que vivo y muero en Pancho mismo.
Ya son las seis de la tarde, mis piernas comienzan a temblar un poco, mi nerviosismo empieza a alterar mi articulación de palabras, un sudor caliente y frío me invade desde la frente hasta los talones. He decidido meterme a la regadera, en el baño terminaré de cortarme las uñas. El agua caliente recorre salvajemente mi cuerpo, y pienso en las grandes manos de Pancho sujetando mi cintura. Recuerdo que la tanga color hueso está sucia, y que la he sustituido por una beige preciosa, de encaje a los lados; el brasier sí es el transparente, con un pequeño moño al frente y de media copa. Mi ropa exterior será una minifalda roja, una blusa ajustada de escote pronunciado y un saco negro para la hora de regreso. Cierro los ojos, aparece Pancho en la tina, me besa las piernas, los muslos, el sexo, el vientre, la cintura, los senos, el cuello…; abro los ojos, y el sonido del agua me penetra. Detengo la regadera, salgo, me seco el cabello, mientras admiro el reflejo de mi cuerpo en uno de los espejos. Imagino a Pancho detrás de mí, intentando penetrarme levantando mi muslo. Ya son las siete con treinta y ocho minutos. Falta poco. Plancharé mi ropa. Llegaré húmeda al encuentro.
II
Pancho llegó tarde a la cita. Tuve que esperarlo por más de dos horas. Los taxistas que circulaban por ahí cerca miraban mis piernas, y entre dientes murmuraban el estado de mi cuerpo. El parque, sitio donde habíamos acordado el encuentro, estaba casi solo, por ahí escondido sólo se miraba uno que otro hombre solitario sobándose el sexo desesperadamente, como queriendo con ello romper esa cortina de vacío que todo humano experimenta al recordar que nadie nos acompaña. Mis tacones, a punto de gritar, odiaban ya el cansancio de tanto taconeo, de tanto chocar con las piedras mudas y húmedas.
Decidí dar una vuelta por ahí cerca con la esperanza de verlo llegar atropelladamente, pero nada, lo único que observaba eran parejas restregándose los cuerpos. Imaginé que, seguramente, eran amantes que, al igual que yo, vivían orgasmos clandestinos que los sustentaban reuniones administrativas o exceso de trabajo. Los hombres hundían la mano en los escotes, mientras con la otra untaban el deseo en la vagina. Salí huyendo de aquellas escenas creyendo que Pancho nunca más volvería, que probablemente estaría en casa haciéndole el amor a su esposa, hablándole del placer en el oído. Entonces mi llanto se prolongaba más, al mismo tiempo que la humedad en la tanga se extendía.
Me encontró Pancho llorando con el rostro apuntando hacia el cielo. Mi ropa estaba ya arrugada y arruinada mi condición femenina. No sé por qué él siempre aseguraba que estaría ahí esperándolo, tarde o temprano sabía que no me movería hasta que él llegara, enlistando sus disculpas y fajándose cínicamente la camisa marchitada. De antemano advertía que aceptaría sus palabras, y que sólo bastaría un parpadeo de su parte para que yo terminara en cualquier hotelucho barato con mi rostro entre sus piernas.
A besos secó mis lágrimas y pronunció su tardanza en silencio. Juró mil veces que el trabajo en la oficina lo tuvo detenido. Cerraba los ojos suspirando que le creyera. Afirmaba sin cesar las exigencias de gerente, la ineptitud de su analfabeta secretaria, el retraso de informes… Me tomaba de la cintura reprochándome su estupidez de enamorado empedernido. Me incitaba a mirarle a los ojos, y hablaba de la pronta conclusión de su divorcio ¾sentí no creerle¾ como cubriéndose y descubriéndose al mismo tiempo. Yo mantenía mi cabeza hacia el cielo, creyendo que la tan esperada cita aún no sucedía.
Cuando bajé mi rostro comprendí que la cita del lunes había sido un fracaso. Irónicamente comencé a recordar el tremendo nerviosismo que hora antes había invadido mi cuerpo. Volvía a imaginar el reflejo de mis senos y caderas en el espejo del baño, empañado por mi excitación. Rememoraba la caída del agua en mi vientre creyendo que era Pancho avanzando hacia mis entrañas. No me quedaba escapatoria, sino aceptar que todo era un fracaso, la cara de Pancho era un fracaso, un fracaso sus ojos y su cabello. Lo miré limpiándome las lágrimas negras ¾me dio vergüenza que viera el rímel corrido por mi cara¾ y no supe qué decirle, todos mis órganos del habla estaban secos, nuevamente mis ojos le respondían mejor que mi boca.
III
Esa noche nos fuimos a un hotel. Ahora mis condiciones iban por delante. Pancho no lo sabía, pero ésa sería la última vez que estuviéramos juntos. Apenas llegamos a la habitación me arrancó mi blusa. El nudo en la garganta ya había pasado, y mis brazos correspondían a sus impacientes besos. Jaló fuertemente mi falda, como si con quien estuviera fuera una prostituta… tal vez sí lo era, tal vez era su ramera de los lunes por la noche; y eso me satisfacía, me complacía pensar que por ello la preocupación de su estúpida esposita aumentaría por la tardanza de su follador marido, pues estaba conmigo, con su prostituta consentida. Entre dientes dije: “malditas sean esas manos que me tocan”. Él me preguntó agitado por tal murmullo, y me apresuré a contestarle que no era nada, y continué metiéndomele a su cintura.
La pelea en el parque fue corta. Me costó poco tiempo saber que para el amor hay que ceder, pero sin desprendernos de nosotras mismas. Supe que es necesario fingir para sobrellevar los días, no me dolió, no me costó ninguna lágrima. Iría con él y follaría hasta que mis oídos explotaran, hasta que mis labios sintieran partirse de tanto deseo y mis piernas percibieran la dureza de tanta carne. Cerrados los ojos figuraba cómo Pancho se arrodillaría frente a mí para lamer mis hierbas: primero las olería y después se iría contra ellas como imán; llegaría con su lengua haciendo bailar mi clítoris, y seguramente, desde lo más hondo de mí, saldrían incontenibles voces. Estaba decidido, acudiría con él y nada importaba. Sólo estaba segura de algo: prefería la mentira que la soledad. Tanta espera ya no interesaba, sus lamentos eran inútiles, no me servían de nada. Necesitaba su cuerpo solamente y mi pubis le gritaba.
Mientras hacíamos el amor, ya no buscaba a un hombre verdadero. Toda esa torpeza se había ido por la coladera, sin darme cuenta, durante el baño. Vociferaba, únicamente, la urgencia de un falo erguido y de esperma caliente escurriendo en mis senos. Me era fácil, bastaba apretarme fuertemente el alma, abalanzarme a él sin remordimientos. Así fue, nos abrazamos tanto, nuestra piel se inundaba en un rojo excitante; entre tanto líquido nuestros cuerpos se confundían, no entendíamos dónde comenzaba y terminaba cada uno. Él me recorrió, plácidamente, con su lengua; me colocó boca abajo y estrujando mis nalgas comenzó por lamerme la entrepierna, cuando llegó a mi sexo hizo que elevara mi cadera para paladear mejor el mar que en él encontraba. Era incomparable, Pancho el canalla era incomparable, y él lo sabía viéndome agitada, sintiendo una hoguera en mi vientre.
Cuando terminamos era ya de madrugada. Pancho estaba rendido, poco le interesaba llegar a su casa, pues se discutía una buena siesta después de tanto jaloneo. Busqué mi ropa en silencio. Me di cuenta que mis medias negras eran su desastre, aun así las metí en mi bolso. Mi ropa interior estaba deshecha, y me dio nostalgia ¾también risa¾ recordar cómo de un tirón él las hacía pedazos; no pude vestirme con ellas, coloqué la tanga y el sostén en cada una de las bolsas de mi saco; me puse mi falda y mi ajustada blusa, y en la calle me cubrí para el frío.
Antes de marcharme olí el cuarto con los ojos cerrados: olía a hembra, más que a macho olía a hembra. Observé a Pancho por última vez, y su piel blanca sobresalía entre las sábanas. Quise acercarme a él besándolo enteramente, pero no quise despedirme. Huí hacia la calle.
En la ciudad nada me pertenecía. Había llegado sólo con un par de ropas, y nada me pertenecía; así debería marcharme. Llegué a mi departamento, desempolvé la maleta y guardé mis vestidos. Olvidé arreglarme, y así salí escapando. Un airecillo secaba mi vagina descubierta; y riéndome, sentía el bulto de mi tanga y el brasier en cada una de las bolsas de mi saco.
[1] Publicado por primera vez en Iniciar el fuego, editado en la Colección Letras Versales (vol. 7) de la Universidad de Guanajuato en el año 2000.