Hoy tenemos el agrado de presentar un cuento de Luis Felipe Pérez Sánchez (Irapuato, 1982), destacado narrador del estado de Guanajuato, quien también ha incursionado también en el ensayo. Él es maestro en Literatura Mexicana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). Fue becario del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato, en en Programa de Estímulos a la Creación y al Desarrollo Artístico en 2007. Formó parte de las generaciones 2011-2012 y 2012-2012 de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha publicado en Laberinto, Confabulario, Tierra Adentro, Milenio Diario, Valenciana, Anomalía, Revista de la Universidad de México, entre otras. Obtuvo el Premio Nacional de cuento Efrén Hernández 2012, con el libro Eufemismos para la despedida que fuera luego publicado por Ediciones La rana en 2013; de allí es de donde se extrae este cuento. Es autor también de la novela Yo fui un chico cursi, que ha tenido dos ediciones, pero citaremos aquí la de Ediciones el Viajero Inmóvil, de 2018; además de: Mala entraña (La Rana, 2021), Acercamiento a El bar, la vida literaria de México en 1900, de Rubén M. Campos: memorias de un testigo (Colegio de San Luis/La Rana, 2021) y La convulsión autobiográfica (Cinosargo/Marginalia, 2023). Es doctor en Literatura Hispánica por el Colegio de San Luis (COLSAN). Fungió como Coordinador del rescate del archivo personal de la escritora María Luisa Mendoza. Actualmente es profesor de diversas asignaturas en el Departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato.
ENCANTO
Aquella sensación era muy peculiar: una tensión oprimente y horrible, como si estuviera sentado frente al enfurruñado espectro de alguien a quien acababa de matar.
Vladmir Nabokov, Lolita
—¡Hey!, ¡papito!, quiero que me veas desnuda –sonrió. La imagino preparando el numerito frente al espejo; noté su ensayo. Caminó como contando los pasos, echó un vistazo por encima del hombro y se alejó. Cuando vi esto, contuve un gesto socarrón. Reparé en su rostro redondito, lozano y pecoso. Intentaba alardear sobre algo. Lo embadurnaba con labial rojo. No habló más por el momento. Se unió a la fiesta. Sostuvo su miradita precoz en mi sonrisa. Fantaseaba. Se llama G, por decir algún nombre.
Aunque intentara indagar en qué momento esa muchachita se había envalentonado tanto como para colarse entre la gente y, ya sin distancia de por medio entre nosotros, afrentarme en ese bar, no lo descubriría. Me dio igual. Sólo pensé en mí y la cobardía de cuando fui un chico cursi malogrado y no me atreví, nunca tuve un acto heroico que trascendiera a los besos ensayados ante el afiche o la foto de alguna niña que me gustara colgada en la pared. Pensé en cómo me temblaban las piernas de atreverme a tener la ilusión hollywoodense de entregar una carta sin remitente, a la salida del colegio, cuyo contenido fueran letras de canciones en caligrafía pequeña por encima del renglón, transcritas directo del casete, que habría escuchado y memorizado a fuerza de ello, como fondo de una escena cuyo final feliz, rebobinado una y otra vez, dibujado cientos de veces, se mostraba tan natural en esa mente desbordada de adolescente con cara grasosa. Pensé en la única ocasión que acaso hubo atisbos de haber pretendido darle realidad. Fue tan nítido el recuerdo que me ruboricé. El pudor de aquel chico despeinado ante su desengaño frente a la entonces chica de sus sueños volvió a mí; me asaltó. Todos fuimos Kevin Arnold. Todos fuimos ese chico cantinflesco que se anda por las ramas para no decir lo que soñó decir. Todos fincamos en escenas ridículas el éxito de un simbólico cortejo, el acto de heroísmo esdrújulo.
No me pongo a pensar en cuánto lo habría planeado, si era un sueño obsesivo. No valoro la posibilidad de que me haya seguido. Pero la respuesta la puedo intuir tras
recordar ese gestito amable que tuvo conmigo a mediados de julio de no sé qué año ya lejano antes de esa noche: las fotografías que ella envió a mi bandeja de entrada un cumpleaños.
Imaginé que había una mentecilla perversa abriéndose como floripondio en verano al encontrar en mis archivos una secuencia de fotografías que me hicieron palpitar.No había notado lo mucho que puede cambiar alguien al pasar los años. Reparé en que lucía braguitas de colores neón, las fotos eran más o menos una docena. En éstas ella se mostraba juguetona, despeinada y en posiciones sugerentes. No eran despreciables. Me divertí. Sentía que era el protagonista de una novela. Conservo el recuerdo del color de sus uñas pintadas y sus dedos largos y huesudos; las piernas alargadas y bajo el cobijo de la adolescencia recién vencida de su piel lechosa y morena; sus gestos ingenuos que buscaban sensualidad. Después de eso podía firmar H. H.
No fue precisamente la cristalización de una sospecha sobre su deliberado intento de seducirme, signifique lo que signifique. No lo esperaba. La veía, ahora que lo pongo en perspectiva, como una estudiante venida de escuela religiosa. No distinguí antes esa cierta malicia que ahora, ostentosa, repartía; una malicia que sin embargo tiene cierta lógica debido a un soterrado mito que se escribe sobre las escuelas de puras niñas. Parece que les sobra tiempo para maquinar algún tipo de travesura.
No era tanto como cuando se filtraba oculta entre la atención de sus demás compañeras de salón en esos días en los que yo asistía una hora diaria a corregir abundantes faltas ortográficas y esperaba a que diera la una y media de la tarde para evaporarme de esa preparatoria. Quizá entonces ella tramaba cosas. Competía. Jugaba a la niña buena de calcetas escolares y trenzas de las chicas que han leído Las edades de Lulú u ojearon con el mute activado Lucía y el sexo en el Golden Choice Channel.
No reparé en los años que habían transcurrido desde que había sido yo su maestro de literatura. No había notado que tenía unas piernas portentosas; aunque ella lo sabía. Se había transformado casi en un cisne sensualísimo. No era más la niña de calcetas hasta las rodillas y faldas de tablones, no era más la niña remilgosa; ya no se quejaba por la escuela o por sus padres divorciados. Había entendido que la vida no la iba a enfrentar a caprichos y reclamos contra los demás. Ahora usaba bisutería para ir al trabajo. Había conseguido colocarse después de terminar una carrera universitaria, portaba los tacones como si supiera de qué se trataba, como si guardara un clóset lleno de ellos en alguna casa lejana al centro de la ciudad pero con un ventanal gigante para ver el horizonte y para pasearse desnuda cuando el amanecer se antojaba así, para verlo todo ensabanada y con la cara de un triunfo.
Escribía, como en la preparatoria, cartas a su profesor, dijo en algún momento. Yo no pregunté más. Supe el nombre de sus dos mascotas y de algunos de sus exnovios, algunas historias al respecto que me resultaron divertidas. Daba muestras de haberlo pasado bien. El primer novio había resultado un espía, un chantajista y una copia de su padre, afirmaba cuando bebía vodka tónic. La habría de entusiasmar como para arrojarle un vaso de vidrio a un patán que reconoció de otros tiempos. Lo hizo así, sin avisar. Charlábamos y simplemente lo cogió y lo arrojó con carácter. Perdió la virtud con su primer novio, confesó. Dejó de ser casta a pesar de las oraciones nocturnas que devotamente rezó hasta la preparatoria. Lo habían hecho en alguna fiesta organizada por sus compañeritos del colegio. Había resultado, como era de esperarse, una lástima. Ni ganas de repetir la hazaña por dos razones. La primera, porque el novio, que alardeaba y que la retaba y la consignaba como una persignada, la tenía chiquita y era precoz. Prefería su propio dedo y sus fantasías antes que los pinches espectáculos característicos del juvenil experto en celotipia. Se daba cuenta de que estaba con él no por amor o algo parecido, pero a esa edad ni ella ni nadie sabemos mucho, y sufrió. Dejó que la golpeara y la persiguiera. Toleró sentirse amenazada.
La segunda: Llegaría a la universidad. A pesar de que pocos creían que podría ganarse un lugar en una de las facultades más socorridas, ella se quedó entre los cuarenta alumnos aceptados por semestre. Se alejó y encontró un poco de locura sin horarios restrictivos. Conoció bíblicamente a un pianista. Resultó un desastre. Terminaron. Había perdido a todos sus amigos y, a cualquier lugar que llegaba, le preguntaban por el pianista que ahora no era su novio y, de hecho, se paseaba por la ciudad y por sus lugares con la nueva chica. Sabíamos que era una chillona. No era una sorpresa que su primera relación en la ciudad universitaria fuera una gran catástrofe. Debe haber sido una depresión de caballo. Cuenta que estuvo a punto de perder el año escolar por el pavor que le daba ir a clases por miedo o coraje de encontrárselo, ya no lo sabe. El camino entre la casa donde alquilaba un cuarto y compartía la cocina, y los salones de la facultad era un tiro de piedra. Pero era fuertísimo para ella, como suele suceder. Se había dejado absorber o había querido absorber al que no resultó el amor de su vida sino un patán y un mentiroso. No le evitó ningún drama de los que su historia rosa parecía poder prescindir. No comía, no dormía, lloraba por todos lados y un alarde de guanajuatense la hizo catadora del peor mezcal de la zona. Dio cuenta de incontables botellas de a sesenta pesos. Yo la notaba repuesta, casi entera, algo inexperta pero presumida como si su vida se hubiera mudado de venganzas cada vez. En lugar de reponerse de aquel bato que fuera su novio toda la preparatoria, una total decepción, ahora, en otro periodo de la vida, había dedicado sus esfuerzos psicológicos a restablecerse del desengaño del pianista. Pero así sucede, le dije y guardé silencio.
Arremetió con las demás historias que no se alejaron tanto del drama pero fueron diluyéndose poco a poco entre los momentos felices y la premisa que, en algún momento, decidió revelarme. Me acosté con varios, menos de la docena, dijo. Pero casi todos tenían algo en común, subrayó. Me recordaban a ti.
No supe la fecha. Esa noche se reventó el cielo y disparó un diluvio violento. Mi casa se inundó. Y algo me preparaba entre tanta catástrofe ese mojado tabernáculo colmado de bares y cantinas. Debí sustituir la cena: reemplacé unas flautas con salsa verde por tomar la escoba como remo, unas cubetas y unos trapos para hacer al menos el intento por amainar la catástrofe doméstica. De cualquier manera la comida aquí es una porquería, pensé. Observaba los chorros de agua que se filtraban por las trabes en el techo. Recorría exhausto los pasillos y las escaleras intentando salvar cosas del pequeño tsunami que acometía los cuartos. La azotea era una alberca, las camas en cada habitación estaban a la deriva y, por la escalera, se escuchaba una cascada que me parecía digna de una termoeléctrica. JA estuvo conmigo en este acto de un tergiversado eco a Moby Dick.
De ahí en adelante garabateo todo.
Me aplasté un momento en el escalón de la puerta de entrada, tenía mojados los zapatos, también la playera. Mi estampa era la del derrotado. Recorrí Cuévano mentalmente. Traslapé tiempos y pasé por árboles recién podados, por un jardín colmado de parejas, escuché la música de la plaza, conté centenares de jóvenes que salen a hacer la ronda. Me detuve cerca del jardín. El bullicio me despertó de mi ensoñación: los japoneses haciéndose fotos de todo y con todos, las estudiantinas estridentes y avejentadas bajo el terciopelo barato de sus trajes a la rodilla, la tristeza de los mendigos, la alegría de los recién casados o de las chicas con novio en ciudades como ésta. Todo era el camino hacia un túnel. Me recordé frente a un cantinero gordo que limpia vasos permanentemente. En mi memoria me dice adiós con el trapo en la mano tras haberme regalado el tequila de la casa. Solía visitar el mismo lugar pasadas las clases de los sábados. Por las mañanas hablaba tanto como profesor que esas noches agradecía no tener que hacerlo ya. Veía todo en colores sepia, emborronado. Me parecía vacuo, pero no pesaba. Lo sentía liviano y yo mismo creía en la purificación de todo. La lluvia había limpiado ese peso de todos los recuerdos y yo no sabía lo que se avecinaba. Me esperaba una comitiva que ya pedía tragos en el Incendio. Me dejé llevar. Resultaría una experiencia vertiginosa.
Un carnaval. Había gente de varias partes y aquello parecía una fiesta. La noche había sido caótica para mí y después de un larguísimo rato por fin pude aplastarme, con los zapatos empapados, en la mesa de una cantina. Una mesa llena de recién conocidos en un sitio del que yo había dejado de formar parte hacía ya años. Pero conocía al cantinero y conocía gente en la calle. Contaba las historias del lugar. La rockola tocaba Cristian Castro. Bebíamos. Pasamos a un karaoke y yo le veía los chamorros a una de mis invitadas. Canté junto a ella Mundo raro. Ella llevaba a su novio y, mientras charlaba con él, sabía que me sondeaba. Quería saber si me estaba o no tirando a su novia. Parecía una ingenuidad a mi ver, pero lo que pude constatar es que todo mundo intuía que yo había tenido que ver con ella. No era así, y a veces lo lamento, a veces no tanto. Se me antojaba la idea pero la temía. Sospechaba que era una fiera y un delirio hormonal andando, un pinche torbellino. Nunca me atreví. También creía en la posibilidad de ser amigo sin irme a la cama con alguien como ella. Sabía que me engañaba.
Circulé entre los que habitaban la parranda: amigos, conocidos, invitados, nuevos conocidos. Todos lo pasamos violentamente bien. Cantamos, bebimos mucho. Un mesero nos avisaba que una amiga nuestra estaba indispuesta en el baño de mujeres. La sacamos de cazuelita hasta la calle donde alguien corrió por su auto y la recogió de una banca donde lo esperábamos en un paraje intentando sostener a mi amiga. Ella era un bulto. La esposa del amigo me estiró un billete y me lanzó a la fiesta. Me dijo que me avisaba qué sucedía y que no me preocupara. Media docena de enfiestados seguimos. Nos metimos a otro bar, después del segundo antro incendiado.
Entré hecho un libador profesional al segundo piso. Las bocinas en el techo alto reproducían son. Pedí cubas libres para todos y me dispuse a bailar con una y con otra, y con otra. Terminé mi cuba en una mesa. Estaba ahí sentada una cuarentona de ojos verdes a la que le dio por decirme: Encanto. La chiquilla pecosa siempre estuvo allí. Había mudado un vestidito traslúcido que enseñaba parte de sus hombros chisporrotenates de juventud. Tenía puestos jeans y una blusa negra. Seguía con el labial rojo. Se burlaba de mí e intentaba cazarme para bailar. Yo resolvía los problemas maritales de mi amiga y su novio. En algún momento rogué al de seguridad para que no los sacara. Pedí más cubas libres y les hice jurar que se estarían quietos. Rato después debí entrometerme en un pleito con otro cabrón, ya bastante borracho, que estaba a punto de terminar a golpes con el chico de mi amiga. Ella sí le acicateó unos puñetazos en el pecho al tipo. Se tranquilizó. El chico de mi amiga me veía bailar y partir el bacalao con tremenda agilidad. La cuarentona me advertía que si no fuera porque su hija de dieciocho estaba en casa, me robaba y se cobraba su regalo de cumpleaños conmigo. Me imaginé en algún momento así, vestido de cupido en calzoncillos con resorte de colores vivos y un moño en la tetilla izquierda. Me imaginé caminando por los empedrados llevado de la mano hasta la casa que ella prometía. Me imaginé metido en algún jacuzzi o en alguna cama en forma de corazón y en el techo espejos gigantes. Me imaginé en los brazos de esa cuarentona que me susurraba cada vez más que yo era un encanto. Volví al son y bailaba, lo hacía como si supiera, como si el ron con cola y limón ostentaran el abracadabra del ritmo cubano. Paneaba el bar y lo veía atiborrado. Era, sí, un carnaval de verano. Quedamos en beber algo otro día; me rayó su teléfono en el brazo. Sonreí y repitió el mote de esa noche con mucha coquetería de cuarentona. Recordé a las amigas de mi madre, cómo me jalaban los cachetes esas señoras embadurnadas con maquillaje ochenterísimo. Recordé también un libro de Eusebio Ruvalcaba y se me antojó un poco eso de las cuarentonas.
La pecosa de jeans rondaba aún. Quería contarme su vida. Deseaba presumirme los años que había vivido. Se emocionaba por haberme encontrado. Reveló que había visto un programa cultural por descuido. Dijo que reconoció mi nombre y decidió que era una buena oportunidad para saludarme y para comprobar cómo me había tratado la madurez. Quería saber qué hacía y si tenía canas ya, quería saber de mí. La noche meteórica nos llevó a la casa donde dormiríamos. Bebimos un poco más pero ya no recuerdo mucho. Estaba tocado por las copas y quería dormir. Escogí una cama desocupada en el último piso y me eché como un bulto. Sentí la presencia de alguien, un cuerpo menudito y sentí cómo me insuflaba un poco de vida la manera en que metía sus manos en mi pantalón. Quise huir pero me resultó imposible. Estaba escindido. Mi cuerpo casi inerte respondía a las caricias juguetonas de la niña de labios rojos. Mi mente, en un desdoble oligofrénico me dictaba no de varias maneras. No quería tocar. Pero no hice nada para evitar que me besara. Dejé que me desnudara completamente. Alcanzo a recordar que la miré entera y sentí sus aureolas pequeñas y rosáceas encima de mi cuerpo, sentí sus vellos frondosos en mi vientre y no pude más. Mi cuerpo no se movía, mis instintos hacían lo que saben hacer los instintos. No me dejó tocarla cuando por fin me decidí, quería hacerla venir con los dedos y no jugar con fuego. Reclamó pronto, me dijo: ¡Quiero me que veas desnuda, papito! ¡No quiero tus dedos, quiero tu pito aquí!, indicó, otra vez –maliciosamente risueña–, su coñito fresco ardía. Notaba su clítoris y terminé por ponerme un condón y penetrarla sin más. Me sentía insensible pero ella estaba decidida y me montó. Le dolió. Dijo: La tienes muy grande y me duele. Fui cuidadoso y, ella boca arriba, me recibió. Empiné su cuerpo menudo y blanco y la penetré. No llegué a más. Seguro no fue suficiente, pero estaba yo hecho pedazos y era la fantasía de ella. Yo no pensaba, y si lo hubiera podido hacer, seguro tendría la ilusión de estar en otro lado. Pero ese otro lado no existía. Pero ese otro lado volteaba para ver la corbata de un pasajero que en esos días era quien la invitaba a cenar, como diría ella, era con quien salía. Era mucho más de lo que podía echar yo. Le avisé que me venía y dejé toda mi fuerza en esa eyaculación etílica. Caí rendido en segundos.
Me despertó a las ocho de la mañana. Jugaba, se reía de mí y yo sentía que una aplanadora había pasado encima. Ni siquiera formulaba la idea de que estuviese ya despierta. Buscaba sus braguitas. Busqué mis calzoncillos. Me acarició un rato pero ya se iba.
Yo no quería saber más. La ventana desierta seguía allí. La noche había sido una montaña rusa en la que creo que soñé que bailaba con la marrana blanca. La encaminé a la calle y supe que quizá, cuando ella gemía hacía unas horas, los demás que dormían en las otras camas, se habían enterado. Todo era un pinche sueño revuelto.
No se dijo más.
Un par de amigos y yo pasamos al mercado a comer algo y estuvimos largo rato aplastados en un cafetín de la zona. Mi amiga la cantante y su novio habían vaciado las botellas que había en la casa y no despertaron sino como hasta las cinco de la tarde del día siguiente.
Tras las gafas de sol, intentando no pensar lo violento de la noche, cruzaba las manos y sentía el sol pulverizándome las ideas. No. Me repetía. Todo fue un largo sueño de decadencia. Soñaba que lo había soñado y renunciaba a pensar que, más allá de que yo hubiera hecho algo, viviría bajo la sensación de que me había
tirado a una muchachita.
Algunos días después recibí un correo. Otra docena de fotos provocativas. Me decía la pecosa, a diferencia de la primera ocasión que había enviado fotos en ropa interior para desearme feliz cumpleaños al estilo Marilyn y Kennedy: ¡Gracias! La noche me la llevo, encanto.
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