En este día les tenemos dos cuentos del escritor y periodista Luis Fernando Alcantar, radicado en la ciudad de León. Él cuenta con 11 años como comunicólogo y reportero. Es muy activo en redes sociales, en las que publica videos en los que toca en guitarra eléctrica especiales canciones, entrevistas con personalidades que él ha escogido por su particularidad, así como videoclips legendarios de inolvidables canciones de la cultura del rock y el pop, entre muchas otras curiosidades culturales. Durante diez años publicó en Avenida Digital 3.0. También se ha desempeñado como bibliotecario y docente. Textos suyos aparecen en los dos volúmenes que se ha editado de la antología Cuentos para romper espejos. Esperemos disfruten la narrativa.
Deslizamiento
When I sad / I slide
Marc Bolan
–Juan dijo que estaba en el gimnasio -comenta la mujer del cabello ensortijado a un adolescente que la acompaña.
Su tono de su voz es plano, pero su voz se ahoga en el sonido del claxon de un tráiler. Él asiente mientras se rasca la cabeza. Todo se mueve de un lado a otro, porque el autobús frenó de golpe y siguió un chirrido. Apenas tuvieron tiempo de sostenerse del tubo.
Le cuenta sobre “La oficina”. Un local oscuro y despintado a donde sólo van hombres. Afuera hay un letrero de lámina oxidada que dice “gimnasio”. Al lado hay una silueta incompleta con una pesa. Pero no hace falta decir que ahí nadie va a ejercitarse. Se suben las escaleras –les falta el tercer escalón– y al fondo hay unas habitaciones en donde están mujeres en sillas blancas de plástico (como de taquería) y un corredor lleno de puertas. También me dijeron del color de las paredes, pero ya se me olvidó. También lo demás.
El calor envuelve todo. Es viernes y a través de las ventanas la ciudad parece correr despavorida. Los pasajeros sentados voltean a ver su celular, cerca de ellos un señor duerme recargado en la ventana.
–Me da igual lo que haga, ya está grandecito -masculló ahora la mujer mientras veía hacia abajo y apretaba el tubo.
Sube abordo un joven con cicatrices en la frente y lentes oscuros que cargaba una guitarra negra en su espalda.
–Prefiero hacer música antes que, ya saben: robarles. Señores pasajeros, sabrán disculpar -dice con un gesto que hace pasar por sonrisa.
Una señora lo voltea a ver pero casi al instante baja la mirada.
Una noche Juan bebía de su caguama entre un aluvión de risas y voces, algunas conocidas. Después de encaminarse rumbo a una avenida, no reparó que había dejado su celular sobre el depósito del baño de la cantina en la que había dilapidado la tarde. Por fin encontraron un lugar para sentarse. Ella abrió su bolsa y sacó un recorte de periódico con la fotografía de un hombre de ojos negros que veía fijamente a la cámara. “Este país…”, pensó.
Escrutó la imagen por unos instantes. Sintió que le faltaba el aire. La recorrió un frío de la espalda a la garganta. No quiso decir nada el resto del camino. Arrugó el recorte y volvió a guardarlo en su bolsa. Tomó su celular y se puso los audífonos. Decidió mirar al joven que movía sus manos sobre los trastes con agilidad.
Winona
Ya esperaba que tocara The Bangles. Quería que tocaran “Hazy shade of winter”, una canción que a veces tocan en sus conciertos. Llegué al bar y ya había mucha gente.
A lo lejos vi a una mujer de cabellera negra, playera blanca con Tom Waits estampado; y una chamarra de cuero que hacía juego con sus ojos. Se me hizo conocida de forma vaga.
Tenía una expresión despreocupada, piel como la leche que parecía fundirse con las luces del lugar.
Ella fumaba y yo no podía despegar la vista. Entonces supe quién era: Winona Ryder. Me tomé unas cervezas y Susana Hoffs cantó “Maniac monday”.
Para ese momento mi mirada iba del escenario a W, entre la muchedumbre sudorosa que se agitaba al ritmo de la música y de los anhelos nocturnos. (¿Ella era el mío?).
Luego fui por más cerveza y vi que Winona buscaba algo en la bolsa de su chamarra. Caminó y tiró una cajetilla vacía.
Nadie le negaría un cigarro, pensé. Sabía que aquel era mi momento para cruzar dos o tres palabras. O intentar hacerla reír. Sí, eso bastaba para mí.
Me acerqué ¡y ya sonaba “Hazy shade of winter”! Me sentí torpe y no escuchaba de forma clara; solo oía el eco de voces encerradas.
Saqué mi cajetilla, y sólo traía un cigarro: el único cartucho que podría hacer la diferencia. Estaba a metro y medio de ella, tomé el cigarro y lo agité en el aire. Me vio e hizo una mueca que resultó indescifrable.
–Hello -dije.
Saqué mi cajetilla, y solo traía un cigarro: el único cartucho que podría hacer la diferencia. Estaba a metro y medio de ella. Tomé el cigarro y lo agité en el aire. Me vio e hizo una mueca que resultó indescifrable.
–Hello -dije.
–Hello -dijo ella.
Le entregué el cigarro, le pregunté:
–What’s your favorite song of The Bangles?
Entonces empezó a bailar “Walk like an Egyptian”: una mano adelante y otra hacia atrás, con formación de escuadra con las palmas abiertas y movió su cabeza de un lado a otro. Sonreí.
–Thanks -creo que le dije entre dientes cuando regresé a mi lugar.
Volví a verla y me devolvió una sonrisa resplandeciente a la distancia. Volvió a bailar como egipcia, y no dejó de sonreír.