Hoy les tenemos un cuento de Paty Bermúdez, también conocida como Patricia Bermúdez. Ella es autodidacta, escritora y lectora apasionada. Diplomada en Filosofía y Literatura (Centro Filosófico Tomás de Aquino) Diplomada en Creación Literaria y Diplomada en Literatura Europea (Instituto Nacional de Bellas Artes). Ha cursado diversos talleres de narrativa y poesía. Participó de los Seminarios para las letras Guanajuatenses en 2016, 2017 y 2018. Su obra ha sido publicada en una docena de antologías nacionales e internacionales. Co-fundadora de la Feria Nacional del Libro de Escritoras Mexicanas y miembro de la Red de Tertulias Literarias José Luis Calderón Vela.
Esperamos que lo disfruten.
***
Martha toca cinco veces la puerta de madera del dormitorio de José: es la señal.
— Eres tú? –pregunta él desde dentro de la habitación.
—Nomás tú y yo vivimos aquí, o ¿ya lo olvidaste? –y agrega–: Voy a ver el trabajo que me ofrecieron. ¿Necesitas algo?
—Deja el orinal a la mano. No sea que me den ganas de mear.
Martha vacía en el baño los orines acumulados del día anterior y lo deja sobre la mesa.
—Cuando regrese, le doy una limpiada al cuarto. Abriré la ventana para que se airee y no respires puro polvo. Espero que a mi regreso esté ventilado –dijo–.
El espacio está habilitado también de oficina, desde los tiempos en que Juan fungió como presidente de colonos. Los tres metros de ancho por tres de largo, atiborrados de documentos viejos, apilados en el suelo, tapizados de polvo y moho encierran un tufo a humedad. Algunos slogans, banderines y posters de su candidato cuelgan de las paredes escarapeladas.
—Cualquier día de estos tiraré toda esta basura –dice Martha soplando por encima de los papeles–. Esta mierda es la que te tiene enfermo.
—No mientras yo viva. Ya no falta mucho. Cada día me siento peor.
—Te has pasado la vida queriendo remediar el pasado. Tienes la enfermedad en la cabeza –señalando con el dedo índice la sien–. Tienes que poner algo de tu parte.
—Ya no tiene caso. No tenemos dinero para pagar ningún tratamiento.
—Fui a buscar al Secretario. Me dijo que David regresó a Tijuana. Le pediré ayuda.
Los ojos de José brillaron de rabia.
—¡No quiero nada de ese desgraciado! Dile al Secretario que él sabe que no quiero nada de ese cabrón.
—Es tu primo. Ayer me llamó por teléfono. Supo de tu enfermedad y preguntó si podría visitarte.
—¡No quiero verlo! –repite golpeando con la mano la silla de ruedas.
La barbilla le tiembla de rabia. Empuja la silla hacia la pared.
—¿Qué pasa, José? ¿No te quieres aliviar? Yo necesito un hombre.
—Otra vez vas a echarme en cara que no te sirvo.
—Shhh –con el dedo índice en la boca, Martha le indica silencio–. Ya lo hemos discutido.
José apretó los puños con impotencia.
—Martha, siéntate aquí junto a mí.
Ella arrimó la silla a su lado y se sentó. Le tomó la mano con suavidad y añadió:
—Contrólate, por favor.
—Nunca olvidaré ese día –dijo rencoroso–.
Martha le acarició la cabeza con suavidad.
—¿Te acuerdas? No quería faltar al mitin. El candidato vendría aquí, a la colonia. Era nuestra esperanza.
—Todos los políticos son iguales. Sólo prometen –Interrumpió Martha.
—No. Él sí lo iba a cumplir. Recuerdo bien su discurso –Juan inhaló profundamente antes de repetir un fragmento del discurso del candidato–. “Los ideales de la Revolución Mexicana inspiran las tareas de hoy. La Revolución Mexicana, humanista y social, nos exige y nos reclama. La Revolución Mexicana es todavía hoy nuestro mejor horizonte” –se interrumpió para decirle a Martha– Y yo te prometí que nunca te faltaría nada. Perdóname –gime.
—Olvida eso, José –insistió–. Todos son iguales. Nos dan su palabra de que tendremos mejores sueldos, que ahora sí habrá un país justo y ¿qué hacen? Nada. Todo sigue igual o peor. Nacimos jodidos y jodidos nos vamos a morir.
—No. Él era hombre de palabra. Prométeme que me ayudarás. Tal vez a ti te crean –le pidió asiéndose a su vestido.
—¿Y qué voy a decir? Yo ni siquiera estuve ahí.
—Pon la grabadora. Por si necesitas mi confesión.
Martha acercó la grabadora. José le hizo una seña para iniciar. Carraspeó; luego escupió al piso.
“Soy José. Presidente de colonos vitalicio de la colonia. El día 23 de marzo fuimos parte de la organización para el mitin de nuestro candidato. En el camino me encontré con David, primo mío. Le pedí que me acompañara. Después de todo me ayudó para coordinar los apoyos del programa, cosa que aprovechó para desviar los recursos y quedarse con una parte. Me dijo que iba para allá. No era partidario de la política, pero siempre buscaba la manera de sacar provecho para sí mismo. Nos fuimos juntos a Lomas Taurinas. Había mucha gente. Me ayudó a repartir los banderines. Estábamos seguros que él ganaría las elecciones. Todos lo queríamos. David iba pensativo. Atento a la multitud. Era pura gente del pueblo. “Y ‘ora, ¿qué te dio por venir?”, le pregunté. “Pura curiosidad, primo.” “Vas a ver que es el bueno”, dije. No me respondió. Nomás alzó la ceja e hizo una mueca burlona.
No hice mucho caso. David siempre se burla de todo. Yo iba entregando la propaganda. No supe en qué momento lo perdí de vista. Lo busqué con la mirada. Pensé que estaría repartiendo la propaganda que se llevó. Me metí entre el tumulto. Quería estar cerca de mi candidato. A unos metros lo vi llegar, sonriente. Los que hacían valla me dejaron caminar al lado de él. Me miró y yo levanté la mano en señal de triunfo. En ese tiempo yo era fuerte y me sumé a sus guardias para que nadie se acercara demasiado. Era imposible. Mi candidato gozaba estar cerca de su gente. En los altavoces sonaba ‘La culebra’. Repentinamente, sentí jaloneos, extendí los brazos para cuidar a mi candidato. Entre el tumulto, vi a David apuntar el arma, escuché los balazos. Tiró la pistola junto al que ahora está preso, luego, se escabulló entre la gente. En ese momento los ‘guaruras’ nos aventaron a todos y no dejaron que nadie se acercara, ni siquiera a mí, que había sido parte de la organización.
De mi primo. No volví a saber nada. Hasta hace poco leí que anda metido en la política. Él es el asesino.”
Hizo una seña a Martha para que apagara la grabación. Tenía los ojos rasados por el llanto.
— Y qué quieres que haga con la grabación? –pregunta Martha.
—Que la des a conocer. Pero, antes, tienes que saber a quién se la vas a enseñar. No a cualquiera. David amenazó con matarme si hablaba. A ti, no te hará nada. Siempre tuvo envidia de que te fijaras en mí y no en él.
Martha lo miró y se levantó.
—Ya me voy. Es hace tarde. Me llevaré el disco. No sea que alguien entre y te lo robe.
Guardó la grabación en su bolsa. Desde la puerta le mandó un beso e hizo un ademán de despedida.
Afuera la espera un automóvil. Abre la puerta y sube.
—Qué bueno que traes polarizado.
—¿Cómo sigue? – pregunta el hombre al volante.
—Igual. Sigue con sus delirios.
—¿Fue al médico?
—No. No tenemos dinero. Aunque él tampoco tiene ganas de vivir.
—¿Le dijiste que lo puedo ayudar?
—No quiere saber nada de ti. Asegura que tú mataste al candidato.
¿Sigue con lo mismo?
—Sí. Ahora me dio una grabación en contra tuya. Dice que la va a entregar para que se sepa la verdad.
David enfiló hacia la carretera.
— ¿La trajiste?
—Sí.
—¿Quieres tomar algo antes de ir al hotel?
—Mejor después. Ahora necesito estar contigo.
David toma la salida a la carretera. Entran a un motel. Martha transpira deseo por cada poro. La mano de él se posa en sus piernas. Ella cierra los ojos, disfruta el momento. Un rato después, Martha ve la hora.
—Es tardísimo. Paso al baño y nos vamos.
—Como digas, amor.
David se levanta, se sirve agua y la sigue con la mirada. Ella le guiña un ojo.
Apenas escucha el ruido de la regadera, revisa el bolso. Saca la cinta y le deja unos billetes.
De regreso, en las curvas, la portezuela del copiloto se abre. David empuja a Martha. Con habilidad, sujeta el bolso. Más adelante, frena, se baja, cierra la puerta y continúa su camino.