Presentamos este cuento del maestro normalista Pedro Chagoyán García, de la Escuela Normal Superior Oficial de Guanajuato, donde es coordinador de Educación Telesecundaria. Esperemos lo disfruten tanto como nosotros.
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Comenzaré diciendo quién soy, y lo que mueve a mi interior compartir parte de mi historia. Soy Nina. Bueno, me llamo Georgina. De niña me decían “Ojona”, “Flaca”; pero a muy temprana edad comenzaron a decirme Nina por alguna extraña razón. Creo que por mi abue paterna. Ella se llamaba Alcíbiades. ¡Qué nombre tan difícil y raro! Y para facilitar llamarla mucha gente del pueblo le decía Nani. Pienso que de ahí viene esta idea de ponerme “Nina” como sobrenombre. A mí me gusta, porque evoca a mi niña interior. Hoy los recuerdos vienen incesantes a mi mente hasta este punto de mi vida, desbordando emociones sin cesar desde lo más profundo de mi ser con la imperante necesidad de compartir mi historia, la historia de Nina.
Mi vida transcurría en aquellos ayeres de mi niñez en una comunidad minera llamada San Pedro Gilmonene, en las faldas de la montaña de Cristo Rey. Ya con casi siete años de edad, cursando primer grado de primaria; riendo, jugando, aprendiendo sobre el orden, cómo comportarse, conviviendo con los demás, y atendiendo la famosa disciplina, esa que moldea personas. Mis amiguitos eran conocidos desde siempre, vecinos o familiares lejanos, y algunos otros que venían de poblados aledaños.
Nuestro profe era “Boni”, como le decíamos de cariño, un maestro bonachón que pintaba en su cabello algunas canas; regordete, siempre sonriente y alegre. Se ponía serio solo cuando explicaba asuntos matemáticos de fracciones y divisiones. Para él éramos sus mijos: hijo para acá, hija para allá. Estábamos con los niños de segundo grado compartiendo aula. Mi escuela solo tenía tres profesores: la maestra Conchita con 3º y 4º, y la maestra Luz que atendía 5º y 6º grado y nuestro profe “Boni”. Era una escuela pequeña con tres salones muy antiguos con piso de tierra y paredes viejas de adobe sin cubrir; una casa adaptada como escuela con patios de tierra color ocre. El griterío ensordecedor y las corretizas de niños durante el recreo eran el pan de todos los días. Así como las quejas cotidianas de los niños a los maestros: “¡Mire a ese niño, maestro! ¡Me hizo gestos!”, “¡Mire a esa niña! ¡Me aventó! Todo era risa, juegos y alegrías.
En esta etapa de mi vida era feliz, tanto así que podría decir que fue el momento de mayor felicidad. Mis padres estaban plenos y radiantes. Mi papá Samuel, conocido como “Sambi”, y mi mamá Valentina, “Vale”. Mis hermanitos Luis, “el Chato” y Joelito, el más pequeño. A mí, como la más grande de edad, siempre se me exigió el cuidado de mis hermanos, obedecer sin chistar a mi padre. Mi madre me enseñó pronto a echar tortillas, cocer frijoles, y hacer sopa; también a lavar mi ropa y la de mis hermanos. Mi padre era minero; trabajaba como perforista en la mina de la cooperativa. Ganaba bien por hacer un trabajo peligroso y especializado. Eran tiempos de bonanza.
Mi padre era todo un personaje de buen porte, de ojos cafés claro, pelo lacio castaño, piel clara, como esos güeros que se tostan al sol con bronceado permanente. Su complexión física era de tamaño grande: muy alto, imponía a donde iba. Era sabido que el trabajo en las minas se caracterizaba por ser rudo con gente agreste, donde constantemente los hombres hacían valer su hombría y el machismo entre ellos. Mi padre ya se había moqueteado a más de tres rijosos; tenía fama de saber pelear; era respetado entre las cuadrillas de mineros, las que pensaban antes de meterse con él. Pero era buena persona; sabía ser amigo. La gente lo buscaba para pedir su ayuda; pues se desprendía de sus cosas con tal de ayudar a los demás. Todas las tardes lo veía llegar a casa con su overol azul desgastado, casco blanco con lámpara, cinturón grueso a la cintura con una caja al costado, botas de trabajo grandes con punta de acero. Cargaba una caja de plástico donde guardaba su lonche. Llegaba todo lleno de lodo color ocre de pies a cabeza. En cuanto lo miraba corría a su encuentro a toda velocidad para abrazarlo; me cargaba entre sus brazos y, besándome, me decía, “mi Nina hermosa”.
Mi madre también lo recibía contenta. Sus ojos grandes destellaban luz al verlo; era esa comunicación no verbal que suelen dominar a plenitud las personas que se aman. Mi mamá era una mujer hermosa, de tez morena clara, estatura media, pelo largo abundante, delgada, con formas físicas muy acentuadas que la hacían verse atractiva y agraciada; mis abuelos decían que tenía “buen palmito” (talle esbelto con formas exuberantes).
La historia de mis padres fue la plática recurrente que se contaba a la hora de comer o antes de dormir. Mis padres se conocieron en un mineral llamado Tayoltita en la sierra de Durango en colindancia con Sinaloa. Mi padre se ufanaba de contar incansablemente su gran aventura de haberse subido a un avión, que era el medio más rápido para llegar y salir de ese lugar tan alejado. Decía mi padre: “¡Las tripas se me pegaban cuando despegaba y aterrizaba la avioneta! ¡Me agarraba el miedo, y me pegaba al asiento cerrando los ojos porque no se veía la pista para aterrizar: solo montañas! ¡Nos vamos a estrellar!” Gritaba al recordar, y todos nos reíamos de eso, y le decíamos “¡Miedoso! ¡Miedoso!” Él se carcajeaba con nosotros; le daban ataques de risa.
Allá en ese lugar tan distante conoció a mi madre. Cuentan que fue un lugar llamado “el Gallinero”, un salón de fiesta donde cada fin de semana había música y baile, y donde se reunían trabajadores de la mina y gente del poblado para divertirse. Tayoltita era un pueblo pequeño con mucha pobreza y abandono, de una sola calle, con algunos servicios básicos, centro de salud, iglesia, cancha de basquetbol, tiendas pequeñas, mucha cerveza y venta de sotol, la bebida local. Tenía clima de playa con mucha humedad: “calores insoportables todo el día”, decían mis padres, “terminábamos bañados en sudor”. Los ingenieros que trabajaban en ese mineral tenían un espacio propio, apartado del poblado, una colonia cercada con vigilantes que resguardaban la entrada, casas bonitas tipo colonial con tejados rojos para la gerencia y su personal, canchas de tenis, albercas, y un restaurante bar llamado “el Club”, donde cualquier integrante de esta exclusiva colonia podía consumir alimentos y bebidas como cortesía de la compañía minera. Esta era la descripción de mi madre, quien había trabajado haciendo aseo en esas casas desde los 14 años. Cuando mi padre se sentía guapo y especial, mi madre le decía: “cálmate, Delfino” (un sarcasmo de fino) “que pude haberme ido con un geólogo o ingeniero de dinero; pero te elegí a ti, así que valórame, ‘Sambí’”. Ella decía que pretendientes nunca le faltaron, y creo que decía la verdad, pues mi madre realmente era bella.
Cuando mi madre conoció a mi padre tenía 17 años; se enamoraron al instante de verse, decían; pero creo fue el baile duranguense que hacen las parejas, pegaditos y rozando sus cuerpos. Estas situaciones crearon un halo único entre ellos: juventud, soledad y sotol hicieron la combinación perfecta para unirlos desde ese momento. El trabajo en ese mineral no era fácil. Mi padre contaba que la mina era extensa, tenía muchos niveles y socavones profundos desde donde se extraía el mineral. Las condiciones físicas de trabajo eran extremas y extenuantes. Escuché una vez decir a mi padre que ahí el consumo de mariguana y otros enervantes eran necesarios para soportar el calor y el cansancio agotador al que estaban expuestos los mineros todos los días.
La vida en mi pueblo San Pedro Gilmonene era tranquila; solía ser un lugar con mucha población, pero se volvió un pueblo casi fantasma. Con el transcurrir del tiempo las familias fueron migrando a otras comunidades de la región, principalmente a Mexiamora, la más cercana a ese lugar. San Pedro Gilmonene no tenía servicios de luz y agua; los pocos habitantes que había esperaban ansiosos la pipa que surtía semanalmente agua para llenar tambos vasijas y cubetas, indispensable para preparar comida, aseo personal y lavar ropa. Se usaban quinqués de petróleo, que eran las lámparas que alumbraban la penumbra de la noche, y la leña y el carbón eran los combustibles más usuales para cocinar alimentos y prender fogatas.
Aquí decidieron vivir mis padres, en una propiedad de mi abuelo Justino, a quien le decíamos “Justo”. Mi abue había comprado esa propiedad cuando llegó a este pueblo, que tenía tres cuartos pequeños de adobe, piso de tierra y techo de lámina. Mí abue “Justo” se fue a Mexiamora a vivir cuando sus hijos eran todavía pequeños, dejando este lugar atrás. En ese tiempo había solo tres familias viviendo en el poblado: la señora Encarnación con sus hijos, quien se dedicaba a vender plásticos en los pueblos cercanos; el señor Apolinar, “don Polo”, y su familia; él era el representante de los pocos habitantes que había; tenía la encomienda de solicitar agua para la comunidad, y se encargaba de limpiar el camino de piedras para su mejor acceso a la comunidad; la compañía minera le pagaba por este servicio. Cerca de nosotros vivían don Crescencio y doña Salomé, unos viejitos que tenían una tiendita de dulces y refrescos; siempre solos, nadie los visitaba nunca.
La mayoría de las casas estaban derruidas, bajo escombros: solo cascarones de viviendas; aún en pie quedaban algunas casas con muchas cuarteaduras en sus muros, causadas por múltiples explosiones que se hacían para la perforación de las minas. La iglesia conservaba su cúpula y paredes; todavía era posible hacer misas y celebraciones eclesiásticas. Vestigios de un poblado que en su tiempo había sido importante, con calles bien trazadas, calzadas empedradas, kiosco y andadores. De todo ello, ahora solo cimientos, pedazos de muros caídos. Las glorias de mi comunidad habían quedado en el pasado.
La zona donde vivía era desértica sin vegetación, árida y polvosa. No existía forma de cultivar por el suelo pedregoso formado con terrones de piedras y lajas de mineral; estas condiciones del suelo no permitían sembrar nada. Existía fauna propia de lugares áridos: víboras, coyotes, águilas, búhos, ratones de campo y liebres. Para llegar al camino principal se tenía que caminar seis kilómetros entre veredas y montes, bajo el rayo del sol; y en época de lluvias caminábamos sorteando charcos y lodazales, terminando manchados de ese lodo chicloso color ocre que se pegaba a nuestros zapatos y ropa. Al llegar al paradero teníamos que esperar horas a que pasara un camión que podía llevarnos a Guanajuato o Silao, cruzando otros pueblos mineros como la Luz o Santa Ana, San Ignacio, Sangre de Cristo y Ojo de Agua, entre otros.
Se podía tomar un camino alterno para llegar a la ciudad de Guanajuato por Mexiamora, con pendientes sinuosas muy peligrosas; se llegaba a las afueras de la ciudad, y obligadamente se pasaba por el basurero municipal. Era toda una travesía caminar entre montículos enormes de basura y deshechos; ahí trabajaban pepenadores hombres y mujeres, buscando plásticos, envases de cristal, cartón y papel para reciclar. El pasar por ese lugar era soportar olores fétidos desprendidos de la basura en descomposición e impregnarse de ellos; se veían vacas y perros alimentándose, pero también personas buscando comida o algo de valor para vender.
Mis hermanos, Quique “el Chato”, “Joelito” y yo, salíamos todas las tardes al cerro a cuidar las chivas que teníamos, siempre acompañados de nuestros perritos “Comino”, “Canica” y “Bonita”, que ladraban, corrían, olían y mordisqueaban todo a su paso: era su forma de expresión natural. “Comino” fue regalo de don Polo, nuestro vecino; era un perrito pequeño negro con pelo rizado, muy terco y provocador con delirios de león, que retaba a vacas, toros y perros más grades que él. “Canica” llegó sola; era una perrita gris y pequeña que se acercó a casa buscando comida, muy tranquila, obediente y fiel. “Bonita” nació en casa; era hija de “Canica”, la cual cuando llegó nadie se percató que iba preñada; “Bonita” era una perrita gris con rayas blancas, pelo rizado, rebelde e inquieta, además de mordelona: ni su mamá se escapaba de sus mordiscos.
Todos juntos pasábamos horas en campo abierto. Seguíamos a las chivas que a su paso buscaban raíces, matorrales y follaje para mascar y comer; se encaminaban siempre a una cañada donde se podía ver vestigios de un arroyo, donde crecía pasto verde, había árboles grandes y frondosos, mezquites y pirules, rodeados de grandes nopaleras. Pareciera que la tierra conservaba humedad subterránea durante todo el año derivada de la escasa temporada de lluvias en esa región. Era un lugar fresco con sombra, muy agradable; nos recostábamos sobre montones de hojarascas, que usábamos de resbaladilla natural dejándonos caer desde lo más alto de la cañada hasta el fondo del arroyo. Reíamos como locos. “Joelito”, el más pequeño de los hermanos, llevaba siempre la peor parte; quería imitar todo lo que hacía “Chato”, como trepar árboles y brincar entre sus ramas como chango, subir pendientes para dejarse caer dando volteretas con su cuerpo. “Joelito” siempre terminaba raspado o con moretones, por los golpes en las piedras y caídas que se daba, pero nunca lloraba; ponía carita triste y hacia pucheros, sin emitir sonido alguno.
“Chato” era tres años menor que yo; él era como a mi papá “Sambi”; se miraba fuerte y grande; representaba más edad de la que tenía; poseía gran tolerancia al dolor; se hacía heridas en el campo o jugando y nunca se daba cuenta de ellas; nosotros lo curábamos llegando a casa. Defendía mucho a “Joelito” en la escuela, y nadie se atrevía a retarlo. Tenía tez blanca paliducha con ojos pequeños muy expresivos, pelo lacio de color rojizo como zanahoria, carácter retador y arriesgado, muy noble y protector de sus hermanos. Le decía que parecía un tanquecito de guerra como las fotos de los libros de historia. Papá “Sambi” era su héroe; por ello quería seguir sus pasos, ser minero y operar una máquina extractora de mineral. En una ocasión “Sambi” lo subió a una de estas máquinas grandes amarillas, y se paseó con el conductor por toda la calle principal de la ciudad de Guanajuato durante una peregrinación de los mineros en los festejos de la Virgen patrona de la ciudad. Desde ese momento quedó grabado en su mente lo que quería ser en la vida: sus aspiraciones se habían forjado.
En los meses cuando la luz del día terminaba pronto, y el sol se ocultaba, la penumbra nos tomaba de sorpresa al regreso del arroyo; las chivas y los perritos conocían los senderos de regreso a casa y se adelantaban; el camino a nuestro paso se iluminaba con la luz de las estrellas y la luna; era todo un espectáculo ver el cielo con las estrellas en todo su esplendor. La luz del cielo era increíble: miles de estrellas se veían con claridad, cuerpos luminosos de diversos tamaños, titilando como luciérnagas; el cielo se miraba curvo como un gran túnel; cuerpos celestes se paseaban frente a nosotros; estrellas fugaces cruzaba a gran velocidad; y pasmados por tan maravillosa luminosidad nos recostábamos sobre los costales donde guardábamos mecates y herramientas pequeñas para cortar ramas. Ya recostados los tres hermanos, imaginábamos que podíamos ascender al cielo por una voluntad suprema, que era capaz de levantarnos de la tierra a otro lugar, y volábamos alto. Se sentía que era posible flotar más allá de la atmósfera, viajando a través de millares de estrellas en el universo, hasta llegar a una enorme estrella brillante y luminosa. Y una vez que estábamos ahí, se despertaba un gran sentimiento de amor puro, extraordinario y sublime. Nos sentíamos plenos, felices y completos con nuestro mundo natural, nuestro pequeño universo personal.
A mis diez años de edad mis padres decidieron hacerme mi primera comunión. Me compraron un vestido blanco con una linda corona de flores para mi pelo y zapatos blancos de charol. Nunca antes había usado vestido, ni tampoco había sido el centro de algo. Mi padre pidió prestada una camioneta y fuimos todos a Guanajuato; también mi abue “Justo” nos acompañó; en ese tiempo mi abue “Nani” ya no estaba con nosotros, pues una extraña enfermedad del corazón le había quitado la vida. “Chato” y “Joelito” parecían pajecitos de novia; me reía de verlos con una corbatita de moño que se les volteaba como rehilete, y la camisa se les salía del pantalón constantemente. Mi madre iba hermosa con un vestido verde brillante, zapatos de tacón, su pelo negro rizado y abundante; nunca la había visto tan maquillada; parecía otra persona; lucía radiante y bella. Mi padre se puso una camisa blanca y pantalón de vestir con zapatos de charol, y calcetines deportivos blancos con rayitas negras; se veía chistoso, y más porque debajo de la camisa se había puesto una playera blanca que tenía estampados con letras azules y rojas, y al centro un logo de herramientas de mina, que se traslucía todo a través de la camisa.
A la basílica de Guanajuato llegaron más niños a hacer su primera comunión. La iglesia estaba a reventar de gente, y el padre hizo una fila de niños y otra de niñas. Ese día me confesé con otro padre y me dieron el sacramento. Mi madrina fue la maestra Eva que trabajaba en la telesecundaria de Mexiamora; ella conocía a mis padres y a mi abue “Justo”; me dio mucho gusto que fuera ella, por bonita, además de ser una persona importante, pues era maestra. Ya de regreso a nuestro pueblo mi papá compró cerveza y hielo; también unos pollos rostizados. Mi mamá había preparado sopa de arroz y mole. Estuvimos muy contentos en familia. Se unieron los vecinos cercanos, y aunque la maestra ya no asistió por la lejanía de mi pueblo, le guardamos su comida. Me sentía como princesa de los cuentos que leíamos en primaria, muy orgullosa y especial. Al anochecer dormí soñando cosas bonitas; no quería despertar. Al día siguiente fui con mi mamá a la telesecundaria a darle el mole y pollo a mi madrina Eva; ella lo aceptó agradecida, la abracé y le dije: “madrina, yo quiero ser como tú: una maestra”; ella se sonrió, me besó y me dijo: “así será mi ‘Nina’ hermosa: serás maestra”.
Al pasar algunos años terminé la primaria, y mis padres me inscribieron en la telesecundaria de la comunidad de Mexiamora, ahí donde trabajaba mi madrina Eva. Era una escuela de nueva creación en un terreno donado en la cima de un cerro; se habían construido salones de metal, de los que decían que eran móviles. La maestra Eva atendía primero y segundo grado, y el maestro Alfonso, “Poncho”, tercero. Siempre me gustó la escuela; para mí eran como ventanas que se abrían para asomarme y conocer otros mundos diferentes al mío; ahí conocí el mar, las constelaciones, el sistema solar, lugares diversos de mi país, su historia. Me encantaban las ciencias naturales; todos los fenómenos de la naturaleza me atraían; pero en especial la historia era mi pasión: conocer personajes de distintas épocas, viajar al pasado en la vida y obra de los héroes de nuestra patria; eso me atrapaba.
Por ese tiempo, la cooperativa minera dueña de las minas de la región anunciaba una posible venta de sus acciones a una compañía extranjera. Años atrás los mineros ya se quejaban de que sus utilidades anuales habían disminuido paulatinamente, y las despensas de alimentos que daban semanalmente cada vez traían menos artículos; ya no alcanzaba como antes para sostener a una familia. Empezaron las huelgas, y paros escalonados en las minas. Mi padre era jefe de cuadrilla. Los pagos a los mineros ya no fueron semanales: se espaciaron. La cooperativa minera se declaró en quiebra, empezó a vender maquinaria y algunos terrenos que tenía; ya no pudo comprar materiales necesarios para el trabajo de extracción de metal en la mina. El consejo minero decidió finiquitar al personal de mina y, después, al personal administrativo; esto fue el colapso para la empresa. Cuando hubo recorte de mineros, mi padre fue uno de los primeros junto con su cuadrilla en quedarse sin trabajo.
El día que le avisaron a “Sambi” que pasara por su liquidación llegó a casa consternado y molesto. Nunca había visto a mi padre tan enojado y alterado; vociferaba y maldecía a los consejeros de la cooperativa. “¡Se vendieron!”, decía, “¡Llegan extranjeros a quitarnos el trabajo! ¡No es justo!”, gritaba. Pasó tres días tomando mezcal y cerveza; mi madre trataba de consolarlo; le decía que no era el único lugar donde podía trabajar y que con lo que él sabía podía trabajar en cualquier lado; lo abrazaba y le decía que todo iba a estar bien.
Un día muy temprano, se levantó mi padre “Sambi”. En una mochila pequeña puso algo de ropa. Le dijo a mi madre: “ya tengo trabajo: voy a unas minas de Guerrero; allá si hay jale; yo te mando dinero”; ella lo abrazó y también nosotros; nos unimos todos en ese abrazo llorando; “Joelito” y “Chato” lo tomaron de las piernas, yo de la cintura, como queriendo ser parte de ese pequeño equipaje que llevaba. Su partida nos dolió a todos profundamente.
Tres semanas después de su partida mandó decir con otros mineros conocidos que andaba trabajando en Arcelia, un municipio enclavado en la sierra de Guerrero. Mi padre había dejado parte del dinero de su retiro para la manutención de la casa. Pasaron tres meses sin saber de “Sambí”; sin recados ni noticias, mi madre empezó a preocuparse, y se puso en contacto con sus conocidos; ellos le dieron el número telefónico de la compañía minera en Guerrero. Pronto se comunicó y preguntó por él; la respuesta fue como un balde de agua fría: tenía un mes que no se presentaba al trabajo; creían que se había regresado a su tierra, Guanajuato. Mi madre, consternada, habló con mi abue “Justo” y se fueron a buscarlo a ese lugar llamado Arcelia, donde nadie sabía de él, nadie les daba información, así que fueron a la comandancia de policía y denunciaron su desaparición. Un comandante les dijo que esa zona era peligrosa, territorio de narcos, y que los asaltos y crímenes eran comunes en esa sierra. Las autoridades prometieron buscarlo y avisar a mi madre sobre cualquier situación. Pasaron dos meses más, mi madre y mi abue regresaron a Guerrero en búsqueda de información y noticias sobre “Sambi”; la policía lo daba por desaparecido; decían que ya no podían hacer nada; le sugirieron a mi mamá que hiciera volantes con su foto y los pegara en el pueblo de Arcelia, para haber si acaso lo veían. En una papelería del lugar les ayudaron a hacer el aviso, y sacaron muchas copias; las repartieron entre la gente; pegaron otras en postes y paredes del pueblo. Tuvieron que regresar a San Pedro Gilmonene, donde mientras me hacía cargo de mis hermanos, mi madre y mi Abue regresaron de Guerrero muy consternados, ya no tenía caso estar allá: solo quedaba esperar.
Pasó el tiempo y nadie sabía del paradero de “Sambi”; la policía nunca se comunicó. Mi madre estaba inconsolable: no dormía ni comía bien; nosotros también nos uníamos al dolor de no saber nada de mi padre; estábamos muy tristes y desconsolados. Algunos días no asistimos a la escuela, pues no queríamos dejar sola a mi mamá; yo preparaba alimentos y cuidaba a mis hermanos; salíamos a cuidar las chivas, y al regreso notábamos que mi madre bebía mezcal de la garrafa que guardaba mi padre. Ella solo dormía, y se le escuchaba llorar por las noches. Tuvimos que regresar a la escuela. Todos sabían lo que nos pasaba; vecinos y conocidos nos daban esperanza diciendo que pronto regresaría mi padre; pero “Sambi” nunca regresó.
Al terminar la telesecundaria mis maestros me animaron a inscribirme en el video-bachillerato. La escuela recién iniciaba en la comunidad de La Luz a siete kilómetros de mi poblado. Llegaron maestros hasta mi comunidad, buscando a jóvenes para estudiar preparatoria. Mi madrina, la maestra Eva, me apoyó para tomar la decisión de continuar; me dijo que ella me ayudaría con lo necesario para los estudios, inscripciones y materiales. Yo emocionada con seguir estudiando le dije a mi madre y ella, alterada, respondió “¡Eso no sirve de nada! ¡Siempre vamos a ser pobres! ¡Las mujeres no estudian!¡Yo no tengo dinero para eso!” Le contesté que mi madrina Eva me iba ayudar. “¡Haz lo que te dé la gana!”, gritó, se dio la media vuelta y con cara de desprecio se fue.
El video bachillerato era diferente a la telesecundaria; había alumnos de mayor edad que venían de distintas partes de la región; se trabajaba por la tarde en salones de la escuela primaria. Los maestros Carlos y Esther se hacían cargo de todas las asignaturas del primer semestre; mi grupo era de 26 alumnos, todos con gran ilusión de continuar estudiando. Con 16 años de edad, había cambiado mi cuerpo de niña a mujer; mi cara apiñonada hacía resaltar mis grandes ojos verde olivo oscuro; sobresalían mis labios rojo intenso, el pelo ondulado, largo y de color cobrizo claro caía sobre mis hombros. Tenía “palmito”, como mi mamá “Vale”. Ya se despertaba en mí la atracción por los chicos; los miraba y me veían; intercambiamos miradas; algunos me hablaban o me mandaban recaditos que decían: “¿Quieres ser mi novia?” Nunca contestaba, solo me sonrojaba; me daba miedo; nunca había tenido pretendientes, mucho menos novio. A mí me gustaba “Monchis”, un chico llamado Alfredo que venía del poblado Ojo de Agua, moreno, flaco, alto, ojos grandes y pelo chino. No dormía nomás de estar pensando en “Monchis”, en esos ojos tan lindos que tenía. Soñaba que íbamos al cerro y mirábamos juntos las estrellas.
Entre la escuela y la casa las cosas no iban bien, aunque mis hermanos seguían en la escuela; “Joelito” aún en segundo de primaria y “Chato” ya en tercero en la telesecundaria. Yo estaba por terminar el segundo semestre de la preparatoria con la ayuda de mi madrina Eva. Mi madre no estaba bien: el alcoholismo se le había acentuado; olvidada de sí misma empezó a vagar por los alrededores y no llegaba a casa en días; el único sustento que teníamos era el que nos daba mi abue “Justo”, que nos pagaba los tambos de agua y nos mandaba algo de comer todos los días. Supimos que mi madre andaba de pepenadora en el basurero de la ciudad. A veces, cuando llegaba entrada la noche a casa, el olor que despedía su cuerpo era insoportable, nauseabundo, un olor de haber estado días enteros entre la basura y deshechos. Un día regresó con comida para nosotros; nos dijo “¡Aquí hay para que traguen!” Eran pedazos de tortas con carne que aventó a la mesa; nos acercamos a ver la comida y vimos que la carne tenía gusanos; me dio asco y vomité. “Joelito” extrañaba mucho a mi mamá, cuyas ausencias eran prolongadas; casi ya no estaba en casa; mi hermanito le lloraba mucho. Pero ella ya no era la misma; era presa del alcohol y seguramente de drogas; su cuerpo denotaba una severa desnutrición; sus manos y brazos mostraban lesiones en la piel, granos y descamaciones; se notaban grandes áreas sin pelo en la cabeza; sus labios siempre blancos y resecos.
Ese periodo fue crítico. Mi abue “Justo” dejó de ir a casa porque sus piernas ya no le respondían. Un día enfermó y lo llevaron al centro de salud a Guanajuato; esas semanas no tuvimos comida; los vecinos nos daban algo de comer; y hubo días que no probamos alimentos: solo agua y algunos quelites y raíces del cerro. El hambre nos provocaba un fuerte dolor en las entrañas, sensación de vacío en el estómago, nuestras viseras no dejaban de moverse; parecía que se comían entre ellas; dolor intenso de cabeza, mareos y sequedad en la boca. Al salir del hospital mi abue “Justo” inmediatamente mando despensa para nosotros; devoramos todos los alimentos rápido; parecíamos náufragos de una isla desierta; nunca habíamos estado en esos límites de inanición.
Casi para terminar la preparatoria, “Monchis” se animó a hablarme; me esperó a la salida de la escuela y me acompañó hasta la entrada del camino para ir a casa, casi en penumbras, con las estrellas de testigo; rozó mi mano, me acerqué a él, le di un beso en la mejilla; corrí como loca sin parar hasta casa. Le había robado un beso a “Monchis”, me decía a mí misma; lo sentía como el regalo más grande que me habían dado. Esa noche no pude dormir; esperaba el amanecer para volverlo a ver, y besarlo otra vez, pero ese día nunca llegó; solo quedó en una bonita ilusión.
“Chato” mi hermano empezó a juntarse con chicos de su edad con malos hábitos; eran de comunidades aledañas, jóvenes con aspiraciones de grandeza y deseos de superación; querían salir de esa pobreza y encontrar una forma de darle sentido a esa vida de carencias. Alguno de ellos metió la droga cristal al grupo de amigos, como jugando a probar, a experimentar y arriesgarse a lo desconocido. La droga les hacía olvidar sus penas y carencias; tenían alucinaciones que lo único que provocaba era exacerbar sus emociones, llevándolas al límite de la tristeza.
Esta situación llevó a la depresión a “Chato”. Ver a su madre olvidada de sí misma. en el inframundo de la degradación humana como paria, además del dolor y sufrimiento causado por la desaparición de su padre “Sambi”, su héroe y sostén, la idealización de hombre que conocía. Lo perdió todo, como los demás hermanos; todo ello fue una carga pesada de llevar para él; y a sus 14 años decidió quitarse la vida; buscó un mecate con el que amarraban las chivas, se dirigió a la zona del arroyo donde acostumbraba ir, y en silencio y sin que nadie lo viera, se colgó en un mezquite.
Lo esperé como siempre en casa; el sol estaba por caer; se me hizo raro que “Chato” no llegara a la hora que acostumbraba; le pregunté a “Joelito” y me dijo que andaba solo y que no tardaba en llegar, que le iba dar hambre, pero se estaba tardando, y decidí buscarlo; sabía dónde estaba: en el arroyo seguramente, pues ahí iba siempre, ya que era su refugio y burbuja personal; aceleré el paso; mi corazón palpitaba; sentía una opresión fuerte como aviso de lo que me esperaba. Al descender al arroyo me encontré con una escena macabra: allí estaba “Chato” colgado; me quedé paralizada expectante no sabía qué hacer; sentí un dolor inmenso que me quitó el aliento de golpe; no podía llorar; no creía lo que veía; sentía el aire frío en mi cara; se alteró el corazón; se vinieron a mi mente los mejores momentos de mi infancia cuando éramos niños, cuando jugábamos en ese mismo lugar con nuestros perritos “Comino”, “Canica” y “Bonita”; caí de rodillas devastada, me levanté y como pude baje a “Chato” del mezquite, le quité la cuerda opresora de su cuello, esa que le había quitado la vida. De mi garganta salió un grito seco, ahogado de dolor; lo tomé en mis brazos, lo estrujé a mi pecho para transmitirle vida, como queriendo compartir mi aliento, pero esto ya no era posible: no podía revivirlo; le besé la cara muchas veces; me di cuenta de que no había remedio; ya estaba muerto. En ese momento lloré como nunca; ahí maldije mi suerte, mi destino; le reclamé a Dios por tanto dolor y sufrimiento: “¿Qué quieres de mí?”, gritaba a todo pulmón, “¿Por qué yo? ¿Qué te hice? ¡Jamás hice daño a nadie! ¿Por qué me quitas todo lo que más quiero? ¡Llévame a mí! ¡Devuélveme a mi ‘Chato’! ¡Regrésalo a mi lado!”
No pude cargar el cuerpo a casa; corrí como pude atravesando el monte, y golpeé fuerte la puerta de “don Polo”: “¡Chato está muerto!”, le gritaba “¡Se murió!, ¡Ayúdeme por favor! ¡Se lo suplicó! “Don Polo” sorprendido se puso un chaquetón y salió de su casa; llamó algunos vecinos, los llevé al arroyo, donde estaba “Chato” con su pelo color zanahoria, postrado en las hojarascas, tirado en el lugar donde tanta alegría, diversión, y momentos felices había vivido con sus hermanos. Los vecinos lo cargaron en vilo, lo llevaron a los cuartuchos donde vivíamos. “Joelito” salió y vio a su hermano sin vida; no pudo contener el llanto; no paraba de llorar; se ahogaba de dolor al ver a su hermano “Chato” inmóvil, morado, muerto; gritaba y golpeaba al suelo; imploraba de dolor, y decía: “¡No me dejes ‘Chato’! ¡No me dejes aquí! ¡Llévame contigo!”
Tendido en una cobija vieja en el piso de tierra, ahí pasó la noche “Chato”. A la mañana siguiente varías señoras vecinas de Mexiamora llegaron, rezaron rosarios; ya no había llanto de los hermanos, solo un inmenso dolor en el alma. A mediodía, lo llevaron al camposanto, cavaron un hoyo en el suelo, lo envolvieron con la misma cobija en la que estaba tendido y lo arrojaron al fondo. Cuando echaron las primeras paladas de tierra llegó nuestra madre: ya no era ella con la vista perdida, alcoholizada y drogada, sucia, maltrecha, acabada y harapienta; gritaba “¡Me lo mataron, malditos! ¡La van a pagar!” Volteó a verme, y me dijo: “¡Tú tienes la culpa! ¡Tú eres la culpable! ¡No lo cuidaste! ¡Todo es tu culpa!” Después se quedó en silencio, y se fue dando tumbos, llorando y vociferando por el cerro, la gente veía y murmuraba.
Regresé con “Joelito” a casa en una inmensa soledad, lloramos por días enteros. Mi abue “Justo” no pudo asistir al entierro de “Chato”, pues ya no podía caminar: no le era posible estar con nosotros. La casa se volvió un lugar lúgubre oscuro y frío, como si hubiera caído una maldición. Hubo noches donde se escuchaban gemidos y lamentos en la lejanía del monte; ya entrada la madrugada oíamos como empujaban la puerta principal de la casa; parecía que rascaban y encajaban uñas en la madera, haciendo un ruido espeluznante y aterrador, para después escuchar lamentos detrás de la puerta; el escalofrío y miedo recorría nuestros cuerpos, se nos enchinaba la piel. En ese instante recordamos a nuestra abue “Alcibíades”, quien decía que las brujas salen al monte cuando hay desastres y calamidades; emiten alaridos, gemidos y risas para hacer presencia; entran a las casas y se llevan a los niños pequeños. Cuando la gente escucha a las brujas, decía mi abue, era señal que ya estaban a su lado para llevárselos; recordar esto nos hacía sentir más miedo; un terror paralizante invadía nuestro ser; “Joelito” no me soltaba, me abrazaba y se aferraba a mi cuerpo; yo trataba de calmarlo tarareando una canción que le gustaba cuando era pequeño, pero no podía continuar porque también estaba aterrorizada; los perritos inquietos ladraban sin parar, gruñían, y chillaba todos a la vez. No supimos a qué hora cesó todo; el sueño y el cansancio se apoderaron de nosotros, y nos quedamos perdidamente dormidos hasta el amanecer.
A la muerte de “Chato” cambiaron muchas cosas en nuestras vidas: mi abue “Justo” ya no podía cuidarnos por su enfermedad; una comadre con sus hijos se ofreció a cuidarlo en su casa; mi abue “Justo” tenía una pensión de la mina, era originario de Calvillo un pueblo de la sierra de Santa Rosa; él mismo decía que Calvillo era el pequeño Estados Unidos de los ranchos aledaños, porque todos por allá eran güeros, altos y de ojo claro.
Mi abue “Justo” me dijo que “Joelito” no podía estar solo mientras yo me iba a la prepa y me pidió que lo dejará vivir en su casa, ya que allá la escuela primaria quedaba cerca; estuve de acuerdo porque sabía que era lo mejor para él; “Joelito” accedió contento; tenía amiguitos de la primaria en Mexiamora; sabía que la compañía de niños de su edad sería medicina para él. Yo, a punto de terminar la preparatoria, con el gran pesar de perder a mis padres, y ahora a mi hermano: mi futuro se vislumbraba incierto.
Eva, mi madrina, maestra de telesecundaria, siempre estuvo pendiente de mí, sabía mis desgracias, continuaba apoyándome en los gastos de la preparatoria. Me buscó una tarde en casa, y me dijo: “‘Nina’, te vienes conmigo; vas a seguir estudiando; vivirás conmigo en Guanajuato.” Mis ojos se llenaron de lágrimas; no podía creerlo; suspiré y no pude evitar abrazarla fuerte. Mi madrina me dijo: “en cuanto termines la preparatoria vas a presentar en la escuela Normal; vas a ser maestra como yo”; me invadí de gusto y felicidad.
La maestra Eva no era una maestra común; vivía en la ciudad de Guanajuato; era joven, de 36 años; sus padres eran don “Beto”, un jubilado de gobierno, y la señora Irene, jubilada de telégrafos. Además de ser maestra de telesecundaria daba clases en universidades privadas en León; en su haber profesional ostentaba un doctorado en educación de la Universidad del País Vasco en España; era una mujer independiente, autónoma; tenía un novio que vivía en Dolores Hidalgo; decía que eso de casarse y tener hijos no era para ella. Sus mayores experiencias vividas, decía la maestra Eva, fueron cuando viajó a Santiago de Chile a un congreso para escuchar en conferencia a sus ídolos de la educación, Humberto Maturana y Hugo Zemelman; “tampoco me quedé con las ganas de conocer el instituto piagetano en Basel, Suiza; todo eso me transformó; qué experiencias tan grandes”, contaba con gran entusiasmo, y alegría la maestra Eva. Y continuaba diciendo: “una vez me arranqué al Vaticano”; “¿Para conocer al Papa?”, le pregunté, y ella contestó risueña, “¡No, cómo crees! Solo fui a ver los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina ¡Son increíbles!”
Eva mi madrina, era hija única; vivía cerca de la casa de sus padres; le habían dado un terreno, donde edificó una construcción de tres pisos; rentaba departamentos a estudiantes, y vendía productos de moda por internet, además de tener sus clases en instituciones privadas. Mi madrina era la versión inversa de lo que yo concebía y conocía de las mujeres, pues no era la mujer que dependía en cuerpo y alma del hombre o de alguien más, ni la que estaba esperando el momento para tener hijos porque Dios se los mandaba, para luego dedicarse a los quehaceres del hogar y atender al marido. Era una visión diferente de ser mujer; eso me gustaba mucho; era la noción de tener voz propia, fuerza para decidir lo que se quiere, y construir un destino propio, a partir de la preparación, esfuerzo y trabajo.
Mi Madrina Eva quiso que viviera con ella en su departamento, donde tenía mi propia habitación. Le encantaba la música; le aprendí a escuchar a Silvio, Milanés, Serrat, Filio, Drexler, y Aute; cuando mi madrina no andaba de humor ponía canciones de Joaquín Sabina para restregar culpas por todos lados. Con ella, visité museos de la ciudad; mi madrina era una excelente narradora y conocedora de las obras y el arte en exposición; me encantaba cómo explicaba los detalles de la historia y los autores de pinturas y esculturas. La ciudad era bellísima: sus iglesias, su folclor, el bullicio de sus plazas, laberintos de callejones, mucho color, siempre había gente visitando la ciudad de todas partes del país y extranjero; yo estaba fascinada en ese lugar.
La vida en la ciudad construyó otra forma de percibir el mundo: ver turistas, escuchar otros idiomas, tener acceso a internet; era comenzar una vida nueva. Al menos eso me decía desde mi interior. Mi madrina me enseñó que la vida era un gran carruaje tirado por corceles: tú eres el conductor, si dejas que los caballos vayan con desenfreno, pronto volcarás, y no llegarás a ningún lado, debes conducirlos con cuidado, trazando el camino, para ir a donde quieras llegar; nadie te va llevar, el destino lo forjas tú, día a día con trabajo y esfuerzo.
No cabía de felicidad. Poco después presenté mi examen de admisión en la escuela Normal; estaba nerviosa por los resultados; cuando los publicaron, apareció el número de mi folio entre los primeros lugares con el mejor puntaje; sentí ese logro como el primer paso a un destino mejor. Me recosté en la cama en la soledad de mi habitación a saborear mi pequeño triunfo. Suspiré profundo; cerré mis ojos; volé al cielo para estar con mis estrellas: “Sambi”, “Vale”, “Chato”, “Joelito”, “Justo”, “Comino”, “Canica” y “Bonita”, mis lindas estrellas, las estrellas de “Nina”.