El libro tibetano (2021) es la novela póstuma de Jeremías Ramírez, publicada por Ediciones La Rana, en su colección Fondo para las Letras Guanajuatenses. Es resultado del Seminario de Novela Jorge Ibargüengoitia 2019, bajo la tutoría del prestigioso escritor Geney Beltrán. El libro está dedicado a la memoria del hermano del autor, Ezequiel Daniel Ramírez Vasillas (1964-2021), “quien lucho valerosamente contra el ángel de la muerte sin tregua ni descanso”.
Se trata de una novela semiautobiográfica y autoficcional, contada por el escritor Hezraí, especie de alter ego del propio autor, quien, en una visita a la playa con su esposa recibe la noticia de uno de sus hermanos de que van a demoler el pueblo donde creció de niño para construir un complejo residencial de primer mundo. La noticia conmociona al escritor, quien decide ir inmediatamente terminado el viaje de placer a visitar a sus parientes, ver a sus amigos de infancia y documentarse para escribir sobre ello (cuyo resultado es la novela que tenemos entre nuestras manos).
En esos días de reencuentro con sus hermanos en casa de su madre, indaga sobre un viejo y primer amor que lo marcó de por vida, y que parecería que no ha superado del todo. Y es que Azucena, que entonces era una chicuela de pelo ensortijado, había constituido ese flechazo iniciático que le enseñaría las mieles agridulces del amor, a pesar de que lo suyo en realidad no pude ser a cabalidad. No obstante. Azucena, gran lectora, inspira en él el gusto por la lectura, y si bien, Hezraí inicia leyendo chatarra, poco a poco empieza a formarse un gran criterio selectivo para la literatura y decide estudiar cine. Por ello, la novela está llena de referencias literarias y cinematográficas, algunas muy eruditas, que constituyen un mapa crítico a partir de cual el lector puede orientar sus propias búsquedas literarias futuras. Es por esta perfilación de su vocación literaria que debe a Azucena que Henzaí no termina de olvidarse de ella, y aunque la volvió a ver eventualmente en el pueblo, tras mudarse y hacer su vida con su actual pareja, una exitosa veterinaria, sigue pensando en ella. Se pregunta, sobre todo: ¿qué habrá sido de ella?, ¿habrá sido feliz?…
En el pueblo descubre la casa de Azucena deshabitada y que la gente le niega la información. Y él se decide a investigar el paradero de ella, estremeciéndose tras descubrir que, luego de que el esposo y el hijo de ella fueron acribillados por una célula criminal, ella al parecer desapareció misteriosamente. Como no esta quieto y desea al menos verla de nuevo, indaga entrando en un pasado tenebroso signado por la violencia y el crimen que asola la zona, no así en su infancia, cuando llegó a vivir allí, momento que describe como muy bucólico pues la zona era aún un territorio semivirgen.
Conforme las páginas avanzan, vamos de la retrospectiva a la prospectiva alternativamente para que el protagonista nos cuente su propia historia de vida y como se llegó a convertir en un escritor y académico, tras periodos difíciles de incertidumbre profesional. Así, vamos conociendo la cultura popular de las décadas pasadas, pues el autor se encarga de introducirnos por marcos musicales, tecnológicos, simbólicos, de costumbres, entre otros, y conforme pasan los años cambian los escenarios, lo que hace la historia enriquecedora.
Hasta aquí lo que el lector puede saber sin estropeársele el interés por lo desconocido que debe suponer toda novela en las manos del lector. Basta solo agregar que sí encontrará a Azucena, y la sorpresa del lector será mayúscula, tiñéndose las páginas de amargura y dramatismo.
A pesar de sus 308 páginas, el lector detiene la lectura esperando retornarla pronto para enterarse de los nuevos derroteros de la trama y no llega a cansar. Su riqueza además estriba en el valor testimonial que tiene en cuanto alude a las propias búsquedas estéticas, narrativas, trascendentales y teológicas del propio autor.
El título del libro es tomado de un par de versos de José Emilio Pacheco: “Nuestras libretas telefónicas, poco a poco, se trasforman en el El libro tibetano de los muertos”. Eso es así ya que, tras recuperar una vieja agenda Hezraí hace una prueba y decide llamar al final del libro a esos nombres, muchos de los cuales ya no le dicen nada; descubre que afortunadamente aún ganan los vivos. No obstante, en el corolario del libro, escrito en plena pandemia por el covid-19, al identificarse finalmente el narrador con el autor, y luego de la muerte de su hermano, se dice que, ahora sí, su libreta telefónica se ha convertido en el Libro tibetano (de los muertos).
Poco después, el propio Jeremías Ramírez moriría de un paro cardiaco apenas se estaba imprimiendo su libro, lo que resignifica la novela y la dota de un sentido trágico y tristísimo que nos recuerda la vulnerabilidad de la vida, a la que Jere, como sus amigos del medio literario estatal cariñosamente lo llamaban, se resistió buscando diligentemente persistir tanto en esta novela donde es su propio objeto de discurso, como en sus otros trabajos literarios.