18 centímetros. La medida del placer (Alita de mosca, 2017) es el nombre de una novela erótico-pornográfica de Pablo Paniagua, narrador español naturalizado mexicano, residente en la ciudad de Guanajuato. La portada, con un sugerente, grueso y duro chorizo, ya logra darnos un buen indicio de lo que encontraremos en la lectura. La contraportada nos informa que tal es la medida del pene de un “depredador sexual del cual no sabemos su nombre”, quien nos narra sus aventuras al par que nos esboza sus opiniones propias sobre los temas de la mujer y las relaciones de pareja.
La novela se va construyendo en un solo capítulo bajo la forma de un monólogo que va hilando una serie de encuentros sexuales que el protagonista logra agenciar a un largo historial de “macho heterosexual”, de semental (que usa preservativos porque busca preservar su salud y su higiene). Las escenas eróticas, despojadas de misticismo, se hilvanan en torno al humor, la lascivia y el afán de polemizar en torno a la banalización de la lucha de géneros que buscan depreciar la figura de la hipermasculinidad sexual. Se trata de una historia de enredos, con un sentido también político, que funciona, según el propio autor lo declaró al crítico Luis Bugarini, como una declarativa y un posicionamiento frente a la intransigencia moralista, o más bien, moralina, de la visión feminista de última generación, que el autor asume oscurantista. Es como si Paniagua quisiera decir: “podemos abordar la genitalidad masculina y su naturaleza posesiva, sin complejos, sin que en ello tenga que haber una falta”.
Sí: es una lectura falocéntrica que elabora literariamente el “sexo con mayúsculas” como discurso contestatario a una mojigatería hipermoderna en la que la libertad de expresión se coarta a favor de valores dudosos, oprimiendo cuando pretende liberar. Y es que acaso podemos estar de acuerdo con el autor en que nunca debería condenarse la representación de lo que es humano en el arte, que es diverso y por ello rico y siempre gozoso, porque siempre nos habla de una misma naturaleza inaprensible. En este sentido, el autor asume su incorreción política como una crítica y al mismo tiempo como una estética: “lo contrario sería propaganda”.
Lo cierto es que, independientemente de su masculinismo, la novela logra entretener al lector, que puede identificarse o repudiar al protagonista, pero ante el cual no es indiferente. Las escenas sexuales, explicitas siempre y variadas (incluso hay en la que se derrama un chorro de heces) sirven también para discutir ciertas nociones en torno a la independencia, las relaciones interpersonales y amorosas, la seducción, la honestidad y la fidelidad a las ideas propias. Y es que el protagonista reflexiona en torno a su situación, y no pretende lastimar a nadie; el sólo quiere darle placer a su “muñeco”, su pene, su mejor amigo. El hombre que se acababa de mudar al vecindario se muda otra vez de casa porque la situación se ha puesto tensa a su alrededor con todas esas mujeres a las que sedujo. Pero no por ello cede a sus pulsiones. Al final, no hay redención: sólo un estar avasallado. Pero ¿no es acaso el sexo siempre avasallante, en tanto, como lo plantea Bataille, supone la disolución del individuo constituido?
Paniagua afirma que escribir sobre sexo explícito le parece un acto de libertad. Que no debemos olvidar que el sexo es inherente a la especie humana y que, de hecho, todos existimos debido a un deseo sexual. Y, como tal, el deseo sexual, lo dicen los textos de la filosofía y la psicología, es agresivo. La cuestión, parece decirnos Paniagua, es que podemos abordarlo de forma natural, sin la problematización de la moral radicalizada; y no ceder ante la censura que pretende imprimir en la creación quienes consideran que la exhibición del cuerpo de la mujer es denigrante. O quienes han caído en el límite de querer prohibir, todavía en últimas fechas, la lectura de una novela ya clásica y prestigiosa como Lolita, por “inmoral”.