Instalados en el comedor de su casa, en cuyo patio exterior hay un jardín que es obra de la artista llamado “El viaje de la consciencia”, que es un paseo temático del sufrimiento a la aceptación, metaforizados en las espinas de los cactus y un espejo, Rocío (Guadalajara, 1957) me platica con amabilidad y pasión sus 45 años dedicados al arte, desde que en quinto de primaria, en “El año mundial de la paz”, hizo un dibujo de Mahatma Gandhi y decidió dedicar su vida al arte. Se dio cuenta del poder que tenía para expresar los sentimientos sólo a través de lo que entonces fue un lápiz. A tan corta edad, no fue fácil para su familia aceptar que ella quería dedicarse al arte; para ella sí. Fue la cosa más natural. Como Rocío fue una joven amante del arte que tenía obras de desnudos femeninos y masculinos en su cuarto, su familia mostraba su preocupación.
Y es que una de sus pasiones fue en un momento el dibujo anatómico de desnudos. Pero no sólo eso. Desde que inició a profesionalizarse en el arte, a los 16 años, mostró una decidida vocación por las diversas formas del arte plástico, que se ha manifestado en una indagación amplia y profunda con materiales y técnicas. Y es que ella es de esos raros artistas que elaboran ellos mismos sus materiales, pues eso le da más certeza del procedimiento y por ello del control de la calidad de los resultados. “Veo una pintura que pinté hace veinte años y parece como si la pinté recientemente”, dice. Para ella, manipular las distintas esencias, aceites, minerales, etc., es otra oportunidad de gozo. Ella es una “artista del gozo”. En contraste con los artistas que dicen sufrir mucho, ella afirma que su vida de artista ha sido un largo y constante gozo; y está plenamente segura de que la decisión de convertirse en artista fue la mejor que pudo haber tomado entonces. Desde aquel momento hasta la fecha, su vida ha estado anclada al arte y no hecho profesionalmente otra cosa más que dedicarse a él por entero. Y eso es algo muy admirable.
Aunque reconoce que no ha sido fácil, ella relaciona esta vocación artística con una razón interna, con una claridad. Reitera el gozo que le da la creación y lo que hay antes de ella: la indagación sobre el ser. Como resultado de ese proceso feliz viene lo demás. No le obsesiona ni la fama ni el reconocimiento ni las ventas: sino lo que puede dar al mundo de su propio ser. Ha reflexionado de por qué el reconocimiento no suele llegar para los artistas vivos y ella afirma que la gente no acepta de primera instancia el trabajo del artista en tanto le faltan referentes. Se trata de un proceso. Y en la plenitud de su vida, sabe que la trascendencia no lo es todo, sino que es algo secundario, y lo verdaderamente importante es encontrar tus propias respuestas, vitales, en torno al arte en el proceso. Ahora aprecia más el tiempo, lo propio, su manera de ser y de vivir. Pues, nos dice: el arte, más allá de la trasformación de los materiales “es la trasformación de lo intangible”: nuestro patrimonio, la historia de la comunidad, el propio espíritu.
Desde que de adolescente Carlos Sahagún fue su primer maestro de pintura, se ha dedicado de lleno al arte y no ha dejado de crear. No hay pretextos: ni la falta de taller o dinero le han impedido mantenerse activa. Empezó, obviamente, pintando en pequeños formatos, paisajes, yendo al propio campo; luego sobre lámina de cartón, pero ha pasado después a gran cantidad de soportes y métodos. No ha dejado de reinventar su trabajo artístico: el bronce, las piedras, la madera, el yeso, el acero inoxidable, el óleo y el acrílico han sido algunos de sus aliados. Ha hecho también, obra monumental que la gente ha hecho propia y que trascenderá a la propia artista en el tiempo. En La Paz, Baja California (en la plazoleta de La Reina de los Mares), su obra es motivo de celebración cada año en una fiesta de tema cósmico por los habitantes: en torno a ella hacen vendimia y verbena, y ha pasado a dar identidad al lugar. Esta identificación de la comunidad con su trabajo hace feliz a la artista: “Es lo mejor que te puede pasar como artista”. Cada año la invitan a regresar porque quisieran que estuviera con ellos en una celebración más.
Estudió en la escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Guanajuato, donde posteriormente también dio clases. Y tuvo la enorme fortuna de ser de la primera generación de alumnos del maestro José Chávez Morado, a quien ella lleva en el corazón, al grado de haberle hecho un retrato que le regaló en sus bodas de oro. Sobre su trabajo, el maestro escribió en 1987: “Entre nosotros ha surgido Rocío Sánchez, la michoacana botichelina, con una feroz vitalidad, buscando su propia expresión que la aleja ya del formulismo académico que recibió; sin perder las buenas enseñanzas, esta fina mujer está jugando ahora con simultaneísmos dinámicos, vibraciones cromáticas y con la gráfica (…) Hay que esperar mucho de ella.”
Un largo currículo avala su trayectoria. Más de 40 exposiciones individuales y 45 colectivas desde que era muy joven en ciudades del interior del país. Y en el extranjero. Recuerda en particular la aventura de exponer en Casa de México, en París, en 1988, en donde se entrevistó con Fernando del Paso y tuvo un total éxito de ventas. Pero también “Envuelta en su Murmullo” en el Museo del Templo Mayor, en 1996; “La Paz del Corazón” en el Espacio del Arte de Televisa, en 2006; y en la II Bienal Internacional de Escultura, en Guadalajara, en 2010, entre muchas otras.
Recientemente, la artista incursionó en una técnica escultórica que le parece fascinante y que se había perdido entre los siglos XIX y XX, la del tallado en caña de maíz, y que el maestro Pedro Dávalos Cotonieto ha documentado: “combinación perfecta entre escultura y pintura, porque es policromada” nos alecciona la artista. En esta técnica ella ve la unión mística con la madre naturaleza en su faceta de dadora de alimento y vida, además de que hace notar el sincretismo que se le relaciona: con esta técnica están hechas algunas de las vírgenes con se veneran con más devoción en este país mestizo; en ella además estaban hechas las deidades que los antiguos mesoamericanos llevaban consigo a la guerra. Ella habla de esta técnica con mucha alegría. Su cara se ilumina y vibra al explicarme un proceso complicado que ella goza sobremanera, porque la conecta con sus raíces ancestrales. Con tantos años de experiencia y trabajo, aún sigue aprendiendo por amor al oficio. Pues “no alcanza una vida” para el arte. En este aprendizaje y en el posterior dominio, reiteramos, la pasión es su leit motiv, “una llama viva del corazón”.
Pero al igual que su arte, su familia es también es muy importante. Es por eso que ella procura mantener un equilibro entre su creatividad y su vida afectiva. En toda esta trayectoria, como el inicial dibujo a Mahatma Gandhi lo auguró, el tema de la paz ha sido uno de los ejes en torno a su creación. Y ella será embajadora de la paz mientras se mantenga con vida. Explica que los artistas, aunque no lo sepamos, somos promotores de la paz, en tanto necesitamos de ella para trabajar. “No hay justificación para la guerra: es un sinsentido de la especie. Es absurdo que la cúspide la creación haga la guerra.” Su mayor aspiración es envolver a los espectadores de su arte, con los motivos del crear, del creer y del crecer; y llegar a ser espejo de los demás, que los demás puedan verse en lo que ella con tanto amor hace. Está convencida que el goce estético es una experiencia mística que trasforma.
Cabe mencionar que la artista también escribe como una diversificación de una misma pulsión creativa, existencial, profunda, auténtica, trasparente y dichosa. Uno de sus proyectos en este sentido ha consistido en un libro, en colaboración con su hijo Julio, acerca de su experiencia en Tibet, con fotografías de él y poemas, prosas poéticas, reflexiones y crónicas de viaje propias. Este proyecto lleva por título: Rocío del alma. Lágrimas que lavan el sufrimiento.
Para saber más de la artista y ver un registro más completo de su obra, así como leer algunos de sus escritos publicados, se recomienda visitar sus páginas web: rociosanchez.com y mujeryacero.com