Este es un ejercicio de evocación de las escrituras de poetas del estado nacidos en los años cincuenta, que no intenta más que dar cuenta al lector no especializado de una generación de poetas del ámbito estatal.
Empezaremos señalando a Benjamín Valdivia (1960), proveniente de Aguascalientes, quien sin embargo ha hecho lo último de su carrera en el estado. Es autor de una larga lista de títulos poéticos, que abarcan una diversidad de formas escriturales, entre las que se encuentra el poema amoroso, el barroquismo posmoderno, la imitación de la poesía de Horacio, la escritura usual en los dispositivos electrónicos, y el testimonio del flâneur, entre otras. Es sin duda una de las figuras más importantes a considerar en la poesía mexicana de las últimas décadas. Y es el poeta del estado más traducido a otras lenguas. En lo personal, recuerdo la sensible impresión que me dejó en mis días de estudiante universitario la lectura de su poema “Un cuadro” contenido en su libro Demasiada tarde (1987); éste inicia así: “En tu lecho de esposa / te cubre un pavorreal imaginario. Y termina: Y recibes en silencio / el ritual salvaje que en tu sueño / en ti realiza el mágico animal.”
Eugenio Mancera (1956), celayense, es destacado por su vocación de búsqueda del erotismo, que en sus momentos más brillantes hace una celebración estupenda del amor, del deseo y de la carne. A este respecto recomiendo mucho el “Diálogo sobre la memoria del deseo” de su libro La memoria del deseo (2003), que tiene líneas maravillosas: “El pezón es amor. El diente que hinca su curvatura es amor. Porque la leche, ese líquido que rueda por la curvatura, es dulce, como la inocencia que la bebe; como la dulce osadía de los cuerpos que se buscan porque son alimento mutuo”. Este autor, según señalan sus lectores, parece haber repetido sus fórmulas una vez y otra, desgastándolas; sin embargo tiene un lugar prominente en la literatura del estado que quizá no se le ha reconocido lo suficiente. Yo recuerdo haber leído sus poemas eróticos al calor del vino y la grata compañía y haber sentido la magia del verbo vibrando en el aire.
Al leonés Gabriel Márquez de Anda (1957) me atrevo a calificarlo con un poeta nihilista. Su poesía es una vanguardia que se cancela a sí misma. Parece la expresión de un hombre loco y atormentado por el problema singular de hecho poético, al cual no puede asir. Su obra más recordada: La pared en la ventana (1993), tiene la mayoría de sus hojas en blanco, sin escritura, y ellas son acaso la parte medular de la obra.
La poesía del también leonés Juan Manuel Ramírez Palomares (1957) es de un tono generalmente melancólico; es fruto de la experiencia y la pesadumbre que ésta a veces nos provoca. El poeta es muy querido por sus lectores, y los jóvenes poetas a los que ha formado y promovido como figura tutelar. De entre su producción lo más leído ha sido su libro Hábitos de humano (1995), edición que contiene otros de sus libros: La pesadumbre el olor de la fruta (1988) y Aire en vendaval (1991). Una poesía que, a decir del autor, no aspira a lo breve de los siglos, “sino apenas, con gran espera, lo profundo del momento”. “Perduro en la letra como una mariposa hipnotizada de luz, y quiero hundirme más en ella con obsesión de amante con la sinrazón del adicto”, escribió el poeta para presentar esta compilación. Ramírez Palomares ha explorado también otra faceta como escritor de poesía para niños, en la cual destaca su libro Saltimbanquis (1997), dedicado al mundo circense.
Por último, la poesía del celayense Gerardo Sánchez (1959) mira hacia la infancia y encuentra a un solitario niño enfermo. Su poesía evoca una y otra vez esa edad para saldar cuentas con el pasado o mirar con ternura a ese niño que aún vive dentro de él. No acertaría a decir si con nostalgia, pero evoca recuerdos, fragmentos de vida que la memoria reúne en torno a un tema de dolor y de inocencia. En cuadernos de repaso (1998), por obra ganadora del Premio de Poesía Efraín Huerta 1993 se recrea el ámbito doméstico y escolar de esa infancia, su profunda melancolía en la que irrumpen momentos que llegan a ser desgarradores. Es un testimonio poético que trenza experiencia y letra madurada, con una sencillez que sorprende. Otra parte de su escritura es confesión del hombre en que se convirtió ese niño. Lo demás, son búsquedas poéticas que usan del onirismo, el versículo, y otros recursos para tejer sensaciones y afectos.
Tiene el lector algunas cuantas indicaciones para iniciar su búsqueda bibliográfica y adentrarse en la escritura de estos poetas.
Eugenio Mancera (1956), celayense, es destacado por su vocación de búsqueda del erotismo, que en sus momentos más brillantes hace una celebración estupenda del amor, del deseo y de la carne. A este respecto recomiendo mucho el “Diálogo sobre la memoria del deseo” de su libro La memoria del deseo (2003), que tiene líneas maravillosas: “El pezón es amor. El diente que hinca su curvatura es amor. Porque la leche, ese líquido que rueda por la curvatura, es dulce, como la inocencia que la bebe; como la dulce osadía de los cuerpos que se buscan porque son alimento mutuo”. Este autor, según señalan sus lectores, parece haber repetido sus fórmulas una vez y otra, desgastándolas; sin embargo tiene un lugar prominente en la literatura del estado que quizá no se le ha reconocido lo suficiente. Yo recuerdo haber leído sus poemas eróticos al calor del vino y la grata compañía y haber sentido la magia del verbo vibrando en el aire.
Al leonés Gabriel Márquez de Anda (1957) me atrevo a calificarlo con un poeta nihilista. Su poesía es una vanguardia que se cancela a sí misma. Parece la expresión de un hombre loco y atormentado por el problema singular de hecho poético, al cual no puede asir. Su obra más recordada: La pared en la ventana (1993), tiene la mayoría de sus hojas en blanco, sin escritura, y ellas son acaso la parte medular de la obra.
La poesía del también leonés Juan Manuel Ramírez Palomares (1957) es de un tono generalmente melancólico; es fruto de la experiencia y la pesadumbre que ésta a veces nos provoca. El poeta es muy querido por sus lectores, y los jóvenes poetas a los que ha formado y promovido como figura tutelar. De entre su producción lo más leído ha sido su libro Hábitos de humano (1995), edición que contiene otros de sus libros: La pesadumbre el olor de la fruta (1988) y Aire en vendaval (1991). Una poesía que, a decir del autor, no aspira a lo breve de los siglos, “sino apenas, con gran espera, lo profundo del momento”. “Perduro en la letra como una mariposa hipnotizada de luz, y quiero hundirme más en ella con obsesión de amante con la sinrazón del adicto”, escribió el poeta para presentar esta compilación. Ramírez Palomares ha explorado también otra faceta como escritor de poesía para niños, en la cual destaca su libro Saltimbanquis (1997), dedicado al mundo circense.
Por último, la poesía del celayense Gerardo Sánchez (1959) mira hacia la infancia y encuentra a un solitario niño enfermo. Su poesía evoca una y otra vez esa edad para saldar cuentas con el pasado o mirar con ternura a ese niño que aún vive dentro de él. No acertaría a decir si con nostalgia, pero evoca recuerdos, fragmentos de vida que la memoria reúne en torno a un tema de dolor y de inocencia. En cuadernos de repaso (1998), por obra ganadora del Premio de Poesía Efraín Huerta 1993 se recrea el ámbito doméstico y escolar de esa infancia, su profunda melancolía en la que irrumpen momentos que llegan a ser desgarradores. Es un testimonio poético que trenza experiencia y letra madurada, con una sencillez que sorprende. Otra parte de su escritura es confesión del hombre en que se convirtió ese niño. Lo demás, son búsquedas poéticas que usan del onirismo, el versículo, y otros recursos para tejer sensaciones y afectos.
Tiene el lector algunas cuantas indicaciones para iniciar su búsqueda bibliográfica y adentrarse en la escritura de estos poetas.